Página 280 - El Conflicto de los Siglos (2007)

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El Conflicto de los Siglos
someterse a sus exorbitantes exigencias. La carga del sostenimiento
de la iglesia y del estado pesaba sobre los hombros de las clases
media y baja del pueblo, las cuales eran recargadas con tributos por
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las autoridades civiles y por el clero. “El placer de los nobles era
considerado como ley suprema; y que el labriego y el campesino
pereciesen de hambre no era para conmover a sus opresores [...]. En
todo momento el pueblo debía velar exclusivamente por los intereses
del propietario. Los agricultores llevaban una vida de trabajo duro
y continuo, y de una miseria sin alivio; y si alguna vez osaban
quejarse se les trataba con insolente desprecio. En los tribunales
siempre se fallaba en favor del noble y en contra del campesino; los
jueces aceptaban sin escrúpulo el cohecho; en virtud de este sistema
de corrupción universal, cualquier capricho de la aristocracia tenía
fuerza de ley. De los impuestos exigidos a la gente común por los
magnates seculares y por el clero, no llegaba ni la mitad al tesoro del
reino, ni al arca episcopal, pues la mayor parte de lo que cobraban
lo gastaban los recaudadores en la disipación y en francachelas.
Y los que de esta manera despojaban a sus consúbditos estaban
libres de impuestos y con derecho por la ley o por la costumbre a
ocupar todos los puestos del gobierno. La clase privilegiada estaba
formada por ciento cincuenta mil personas, y para regalar a esta
gente se condenaba a millones de seres a una vida de degradación
irremediable” (véase el Apéndice).
La corte estaba completamente entregada a la lujuria y al liber-
tinaje. El pueblo y sus gobernantes se veían con desconfianza. Se
sospechaba de todas las medidas que dictaba el gobierno, porque se
le consideraba intrigante y egoísta. Por más de medio siglo antes
de la Revolución, ocupó el trono Luis XV, quien aun en aquellos
tiempos corrompidos sobresalió en su frivolidad, su indolencia y su
lujuria. Al observar aquella depravada y cruel aristocracia y la clase
humilde sumergida en la ignorancia y en la miseria, al estado en
plena crisis financiera y al pueblo exasperado, no se necesitaba tener
ojo de profeta para ver de antemano una inminente insurrección. A
las amonestaciones que le daban sus consejeros, solía contestar el
rey: “Procurad que todo siga así mientras yo viva; después de mi
muerte, suceda lo que quiera”. En vano se le hizo ver la necesidad
que había de una reforma. Bien comprendía él el mal estado de las
cosas, pero no tenía ni valor ni poder suficiente para remediarlo. Con