Página 393 - El Conflicto de los Siglos (2007)

Basic HTML Version

Profecías cumplidas
389
a pregonar el aviso. Los que anteriormente habían encabezado la
causa fueron los últimos en unirse a este movimiento. Las iglesias
en general cerraron sus puertas a este mensaje, y muchos de los que
lo aceptaron se separaron de sus congregaciones. En la providencia
de Dios, esta proclamación se unió con el segundo mensaje angélico
y dio poder a la obra.
El mensaje: “¡He aquí que viene el Esposo!” no era tanto un
asunto de argumentación, si bien la prueba de las Escrituras era clara
y terminante. Iba acompañado de un poder que movía e impulsaba
al alma. No había dudas ni discusiones. Con motivo de la entrada
triunfal de Cristo en Jerusalén, el pueblo que se había reunido de
todas partes del país para celebrar la fiesta, fue en tropel al Monte
de los Olivos, y al unirse con la multitud que acompañaba a Jesús,
se dejó arrebatar por la inspiración del momento y contribuyó a dar
mayores proporciones a la aclamación: “¡Bendito el que viene en el
nombre del Señor!”
Mateo 21:9
. Del mismo modo, los incrédulos
que se agolpaban en las reuniones adventistas—unos por curiosidad,
otros tan solo para ridiculizarlas—sentían el poder convincente que
acompañaba el mensaje: “He aquí que viene el Esposo!”
En aquel entonces había una fe que atraía respuestas del cielo
a las oraciones, una fe que se atenía a la recompensa. Como los
aguaceros que caen en tierra sedienta, el Espíritu de gracia descendió
sobre los que le buscaban con sinceridad. Los que esperaban verse
pronto cara a cara con su Redentor sintieron una solemnidad y un
gozo indecibles. El poder suavizador y sojuzgador del Espíritu Santo
cambiaba los corazones, pues sus bendiciones eran dispensadas
abundantemente sobre los fieles creyentes.
Los que recibieron el mensaje llegaron cuidadosa y solemne-
mente al tiempo en que esperaban encontrarse con su Señor. Cada
mañana sentían que su primer deber consistía en asegurar su acepta-
ción para con Dios. Sus corazones estaban estrechamente unidos, y
oraban mucho unos con otros y unos por otros. A menudo se reunían
en sitios apartados para ponerse en comunión con Dios, y se oían
voces de intercesión que desde los campos y las arboledas ascendían
al cielo. La seguridad de que el Señor les daba su aprobación era
para ellos más necesaria que su alimento diario, y si alguna nube
[400]
oscurecía sus espíritus, no descansaban hasta que se hubiera desva-