Página 586 - El Conflicto de los Siglos (2007)

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El Conflicto de los Siglos
para vengarse de él. Los que acompañaban a Jacob, sin armas e
indefensos, parecían destinados a caer irremisiblemente víctimas
de la violencia y la matanza. A esta angustia y a este temor que
lo tenían abatido se agregaba el peso abrumador de los reproches
que se hacía a sí mismo; pues era su propio pecado el que le había
puesto a él y a los suyos en semejante trance. Su única esperanza
se cifraba en la misericordia de Dios; su único amparo debía ser
la oración. Sin embargo, hizo cuanto estuvo de su parte para dar
reparación a su hermano por el agravio que le había inferido y para
evitar el peligro que le amenazaba. Así deberán hacer los discípulos
de Cristo al acercarse el tiempo de angustia: procurar que el mundo
los conozca bien, a fin de desarmar los prejuicios y evitar los peligros
que amenazan la libertad de conciencia.
Después de haber despedido a su familia para que no presenciara
su angustia, Jacob permaneció solo para interceder con Dios. Confie-
sa su pecado y reconoce agradecido la bondad de Dios para con él, a
la vez que humillándose profundamente invoca en su favor el pacto
hecho con sus padres y las promesas que le fueran hechas a él mismo
en su visión en Bethel y en tierra extraña. Llegó la hora crítica de
su vida; todo está en peligro. En las tinieblas y en la soledad sigue
orando y humillándose ante Dios. De pronto una mano se apoya en
su hombro. Se le figura que un enemigo va a matarle, y con toda la
energía de la desesperación lucha con él. Cuando el día empieza a
rayar, el desconocido hace uso de su poder sobrenatural; al sentir su
toque, el hombre fuerte parece quedar paralizado y cae, impotente,
tembloroso y suplicante, sobre el cuello de su misterioso antagonista.
Jacob sabe entonces que es con el ángel de la alianza con quien ha
luchado. Aunque incapacitado y presa de los más agudos dolores,
no ceja en su propósito. Durante mucho tiempo ha sufrido perpleji-
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dades, remordimientos y angustia a causa de su pecado; ahora debe
obtener la seguridad de que ha sido perdonado. El visitante celestial
parece estar por marcharse; pero Jacob se aferra a él y le pide su
bendición. El ángel le insta: “¡Suéltame, que ya raya el alba!” pero
el patriarca exclama: “No te soltaré hasta que me hayas bendecido”.
¡Qué confianza, qué firmeza y qué perseverancia las de Jacob! Si es-
tas palabras le hubiesen sido dictadas por el orgullo y la presunción,
Jacob hubiera caído muerto; pero lo que se las inspiraba era más