Página 64 - El Conflicto de los Siglos (2007)

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El Conflicto de los Siglos
apóstata del Apocalipsis, y con peligro de sus vidas se oponían a
su influencia y principios corruptores. Aunque bajo la presión de
una larga persecución, algunos sacrificaron su fe e hicieron poco a
poco concesiones en sus principios distintivos, otros se aferraron a la
verdad. Durante siglos de oscuridad y apostasía, hubo valdenses que
negaron la supremacía de Roma, que rechazaron como idolátrico
el culto a las imágenes y que guardaron el verdadero día de reposo.
Conservaron su fe en medio de las más violenta y tempestuosa
oposición. Aunque degollados por la espada de Saboya y quemados
en la hoguera romanista, defendieron con firmeza la Palabra de Dios
y su honor.
Tras los elevados baluartes de sus montañas, refugio de los per-
seguidos y oprimidos en todas las edades, hallaron los valdenses
seguro escondite. Allí se mantuvo encendida la luz de la verdad
en medio de la oscuridad de la Edad Media. Allí los testigos de la
verdad conservaron por mil años la antigua fe.
Dios había provisto para su pueblo un santuario de terrible gran-
deza como convenía a las grandes verdades que les había confiado.
Para aquellos fieles desterrados, las montañas eran un emblema de
la justicia inmutable de Jehová. Señalaban a sus hijos aquellas altas
cumbres que a manera de torres se erguían en inalterable majestad
y les hablaban de Aquel en quien no hay mudanza ni sombra de
variación, cuya palabra es tan firme como los montes eternos. Dios
había afirmado las montañas y las había ceñido de fortaleza; ningún
brazo podía removerlas de su lugar, sino solo el del Poder infinito.
Asimismo había establecido su ley, fundamento de su gobierno en el
cielo y en la tierra. El brazo del hombre podía alcanzar a sus seme-
jantes y quitarles la vida; pero antes podría desarraigar las montañas
de sus cimientos y arrojarlas al mar que modificar un precepto de
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la ley de Jehová, o borrar una de las promesas hechas a los que
cumplen su voluntad. En su fidelidad a la ley, los siervos de Dios
tenían que ser tan firmes como las inmutables montañas.
Los montes que circundaban sus hondos valles atestiguaban
constantemente el poder creador de Dios y constituían una garantía
de la protección que él les deparaba. Aquellos peregrinos aprendie-
ron a cobrar cariño a esos símbolos mudos de la presencia de Jehová.
No se quejaban por las dificultades de su vida; y nunca se sentían
solos en medio de la soledad de los montes. Daban gracias a Dios