Página 65 - El Conflicto de los Siglos (2007)

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Fieles portaantorchas
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por haberles dado un refugio donde librarse de la crueldad y de la
ira de los hombres. Se regocijaban de poder adorarle libremente.
Muchas veces, cuando eran perseguidos por sus enemigos, sus for-
talezas naturales eran su segura defensa. En más de un encumbrado
risco cantaron las alabanzas de Dios, y los ejércitos de Roma no
podían acallar sus cantos de acción de gracias.
Pura, sencilla y ferviente fue la piedad de estos discípulos de
Cristo. Apreciaban los principios de verdad más que las casas, las
tierras, los amigos y parientes, más que la vida misma. Trataban
ansiosamente de inculcar estos principios en los corazones de los
jóvenes. Desde su más tierna edad, estos recibían instrucción en
las Sagradas Escrituras y se les enseñaba a considerar sagrados
los requerimientos de la ley de Dios. Los ejemplares de la Biblia
eran raros; por eso se aprendían de memoria sus preciosas palabras.
Muchos podían recitar grandes porciones del Antiguo Testamento y
del Nuevo. Los pensamientos referentes a Dios se asociaban con las
escenas sublimes de la naturaleza y con las humildes bendiciones
de la vida cotidiana. Los niños aprendían a ser agradecidos a Dios
como al dispensador de todos los favores y de todos los consuelos.
Como padres tiernos y afectuosos, amaban a sus hijos con de-
masiada inteligencia para acostumbrarlos a la complacencia de los
apetitos. Les esperaba una vida de pruebas y privaciones y tal vez
el martirio. Desde niños se les acostumbraba a sufrir penurias, a ser
sumisos y, sin embargo, capaces de pensar y obrar por sí mismos.
Desde temprano se les enseñaba a llevar responsabilidades, a hablar
con prudencia y a apreciar el valor del silencio. Una palabra indis-
creta que llegara a oídos del enemigo, podía no solo hacer peligrar
la vida del que la profería, sino la de centenares de sus hermanos;
porque así como los lobos acometen su presa, los enemigos de la
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verdad perseguían a los que se atrevían a abogar por la libertad de la
fe religiosa.
Los valdenses habían sacrificado su prosperidad mundana por
causa de la verdad y trabajaban con incansable paciencia para conse-
guirse el pan. Aprovechaban cuidadosamente todo pedazo de suelo
cultivable entre las montañas, y hacían producir a los valles y a las
faldas de los cerros menos fértiles. La economía y la abnegación
más rigurosa formaban parte de la educación que recibían los niños
como único legado. Se les enseñaba que Dios había determinado