Página 69 - El Conflicto de los Siglos (2007)

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Fieles portaantorchas
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terrenales, sino una vida de trabajo y peligro y quizás el martirio.
Los misioneros salían de dos en dos como Jesús se lo mandara a sus
discípulos. Casi siempre se asociaba a un joven con un hombre de
edad madura y de experiencia, que le servía de guía y de compañero
y que se hacía responsable de su educación, exigiéndose del joven
que fuera sumiso a la enseñanza. No andaban siempre juntos, pero
con frecuencia se reunían para orar y conferenciar, y de este modo
se fortalecían uno a otro en la fe.
Dar a conocer el objeto de su misión hubiera bastado para ase-
gurar su fracaso. Así que ocultaban cuidadosamente su verdadero
carácter. Cada ministro sabía algún oficio o profesión, y los misio-
neros llevaban a cabo su trabajo ocultándose bajo las apariencias
de una vocación secular. Generalmente escogían el oficio de comer-
ciantes o buhoneros. “Traficaban en sedas, joyas y en otros artículos
que en aquellos tiempos no era fácil conseguir, a no ser en distantes
emporios, y se les daba la bienvenida como comerciantes allí donde
se les habría despreciado como misioneros” (Wylie, libro I, cap. 7).
Constantemente elevaban su corazón a Dios pidiéndole sabiduría
para poder exhibir a las gentes un tesoro más precioso que el oro y
que las joyas que vendían. Llevaban siempre ocultos ejemplares de
la Biblia entera, o porciones de ella, y siempre que se presentaba la
oportunidad llamaban la atención de sus clientes a dichos manus-
critos. Con frecuencia despertaban así el interés por la lectura de la
Palabra de Dios y con gusto dejaban algunas porciones de ella a los
que deseaban tenerlas.
La obra de estos misioneros empezó al pie de sus montañas,
en las llanuras y valles que los rodeaban, pero se extendió mucho
más allá de esos límites. Descalzos y con ropa tosca y desgarrada
por las asperezas del camino, como la de su Maestro, pasaban por
grandes ciudades y se internaban en lejanas tierras. En todas partes
esparcían la preciosa semilla. Doquiera fueran se levantaban iglesias,
y la sangre de los mártires daba testimonio de la verdad. El día de
Dios pondrá de manifiesto una rica cosecha de almas segada por
aquellos hombres tan fieles. A escondidas y en silencio la Palabra
de Dios se abría paso por la cristiandad y encontraba buena acogida
en los hogares y en los corazones de los hombres.
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Para los valdenses, las Sagradas Escrituras no contenían tan solo
los anales del trato que Dios tuvo con los hombres en lo pasado y una