Página 88 - El Conflicto de los Siglos (2007)

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El Conflicto de los Siglos
y parecía seguro que en pocos meses a más tardar le llevarían a la
hoguera. Pero su valor no disminuyó. “¿Por qué habláis de buscar
lejos la corona del martirio?—decía él—. Predicad el evangelio de
Cristo a arrogantes prelados, y el martirio no se hará esperar. ¡Qué!
¿Viviría yo para quedarme callado? [...] ¡Nunca! ¡Que venga el
golpe! Esperándolo estoy” (D’Aubigné, lib. 17, cap. 8).
No obstante, la providencia de Dios velaba aún por su siervo, y el
hombre que durante toda su vida había defendido con arrojo la causa
de la verdad, exponiéndose diariamente al peligro, no había de caer
víctima del odio de sus enemigos. Wiclef nunca miró por sí mismo,
pero el Señor había sido su protector y ahora que sus enemigos se
creían seguros de su presa, Dios le puso fuera del alcance de ellos.
En su iglesia de Lutterworth, en el momento en que iba a dar la
comunión, cayó herido de parálisis y murió al poco tiempo.
Dios le había señalado a Wiclef su obra. Puso en su boca la
palabra de verdad y colocó una custodia en derredor suyo para que
esa palabra llegase a oídos del pueblo. Su vida fue protegida y su
obra continuó hasta que hubo echado los cimientos para la grandiosa
obra de la Reforma.
Wiclef surgió de entre las tinieblas de los tiempos de ignorancia
y superstición. Nadie había trabajado antes de él en una obra que
dejara un molde al que Wiclef pudiera atenerse. Suscitado como
Juan el Bautista para cumplir una misión especial, fue el heraldo de
una nueva era. Con todo, en el sistema de verdad que presentó hubo
tal unidad y perfección que no pudieron superarlo los reformadores
que le siguieron, y algunos de ellos no lo igualaron siquiera, ni
aun cien años más tarde. Echó cimientos tan hondos y amplios,
y dejó una estructura tan exacta y firme que no necesitaron hacer
modificaciones los que le sucedieron en la causa.
El gran movimiento inaugurado por Wiclef, que iba a libertar
las conciencias y los espíritus y emancipar las naciones que habían
estado por tanto tiempo atadas al carro triunfal de Roma, tenía su
origen en la Biblia. Era ella el manantial de donde brotó el raudal
de bendiciones que como el agua de la vida ha venido fluyendo
a través de las generaciones desde el siglo XIV. Con fe absoluta,
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Wiclef aceptaba las Santas Escrituras como la revelación inspirada
de la voluntad de Dios, como regla suficiente de fe y conducta. Se le
había enseñado a considerar la iglesia de Roma como la autoridad