Dos héroes de la edad media
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con un corazón más firme en el conocimiento y en el amor de su
ley.”—Bonnechose, lib. 2, págs. 162, 163.
En otra carta que escribió a un sacerdote que se había convertido
al Evangelio, Hus habló con profunda humildad de sus propios
errores, acusándose “de haber sido afecto a llevar hermosos trajes y
de haber perdido mucho tiempo en cosas frívolas.” Añadía después
estas conmovedoras amonestaciones: “Que tu espíritu se preocupe
de la gloria de Dios y de la salvación de las almas y no de las
comodidades y bienes temporales. Cuida de no adornar tu casa más
que tu alma; y sobre todo cuida del edificio espiritual. Sé humilde
y piadoso con los pobres; no gastes tu hacienda en banquetes; si
no te perfeccionas y no te abstienes de superfluidades temo que
seas severamente castigado, como yo lo soy... Conoces mí doctrina
porque de ella te he instruido desde que eras niño; es inútil, pues, que
te escriba más. Pero te ruego encarecidamente, por la misericordia
de nuestro Señor, que no me imites en ninguna de las vanidades en
que me has visto caer.” En la cubierta de la carta, añadió: “Te ruego
mucho, amigo mío, que no rompas este sello sino cuando tengas la
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seguridad de que yo haya muerto.”—
Id.,
págs. 163, 164.
En el curso de su viaje vió Hus por todas partes señales de la
propagación de sus doctrinas y de la buena acogida de que gozaba su
causa. Las gentes se agolpaban para ir a su encuentro, y en algunos
pueblos le acompañaban los magistrados por las calles.
Al llegar a Constanza, Hus fué dejado en completa libertad. Ade-
más del salvoconducto del emperador, se le dió una garantía personal
que le aseguraba la protección del papa. Pero esas solemnes y repe-
tidas promesas de seguridad fueron violadas, y pronto el reformador
fué arrestado por orden del pontífice y de los cardenales, y encerrado
en un inmundo calabozo. Más tarde fué transferido a un castillo
feudal, al otro lado del Rin, donde se le tuvo preso. Pero el papa
sacó poco provecho de su perfidia, pues fué luego encerrado en la
misma cárcel. (
Id.,
pág. 269.) Se le probó ante el concilio que, ade-
más de homicidios, simonía y adulterio, era culpable de los delitos
más viles, “pecados que no se pueden mencionar.” Así declaró el
mismo concilio y finalmente se le despojó de la tiara y se le arrojó en
un calabozo. Los antipapas fueron destituidos también y un nuevo
pontífice fué elegido.