Dos héroes de la edad media
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predicado el Evangelio, vió al papa y a sus obispos borrando los
cuadros de Cristo que él había pintado en sus paredes. “Este sue-
ño le aflige; pero el día siguiente ve muchos pintores ocupados en
restablecer las imágenes en mayor número y colores más brillantes.
Concluido este trabajo, los pintores, rodeados de un gentío inmenso,
exclaman: ‘¡Que vengan ahora papas y obispos! ya no las borrarán
jamás.’ ” Al referir el reformador su sueño añadió: “Tengo por cierto,
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que la imagen de Cristo no será borrada jamás. Ellos han querido
destruirla; pero será nuevamente pintada en los corazones, por unos
predicadores que valdrán más que yo.”—D’Aubigné, lib. 1, cap. 7.
Por última vez fué llevado Hus ante el concilio. Era ésta una
asamblea numerosa y deslumbradora: el emperador, los príncipes
del imperio, delegados reales, cardenales, obispos y sacerdotes, y
una inmensa multitud de personas que habían acudido a presenciar
los acontecimientos del día. De todas partes de la cristiandad se
habían reunido los testigos de este gran sacrificio, el primero en la
larga lucha entablada para asegurar la libertad de conciencia.
Instado Hus para que manifestara su decisión final, declaró que
se negaba a abjurar, y fijando su penetrante mirada en el monarca que
tan vergonzosamente violara la palabra empeñada, dijo: “Resolví,
de mi propia y espontánea libertad, comparecer ante este concilio,
bajo la fe y la protección pública del emperador aquí presente.”—
Bonnechose, lib. 3, pág. 94. El bochorno se le subió a la cara al
monarca Segismundo al fijarse en él las miradas de todos los cir-
cunstantes.
Habiendo sido pronunciada la sentencia, se dió principio a la
ceremonia de la degradación. Los obispos vistieron a su prisionero
el hábito sacerdotal, y al recibir éste la vestidura dijo: “A nuestro
Señor Jesucristo se le vistió con una túnica blanca con el fin de
insultarle, cuando Herodes le envió a Pilato.”—
Id.,
págs. 95, 96.
Habiéndosele exhortado otra vez a que se retractara, replicó mirando
al pueblo: “Y entonces, ¿con qué cara me presentaría en el cielo?
¿cómo miraría a las multitudes de hombres a quienes he predicado
el Evangelio puro? No; estimo su salvación más que este pobre
cuerpo destinado ya a morir.” Las vestiduras le fueron quitadas
una por una, pronunciando cada obispo una maldición cuando le
tocaba tomar parte en la ceremonia. Por último, “colocaron sobre su
cabeza una gorra o mitra de papel en forma de pirámide, en la que