Dos héroes de la edad media
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“¡Las Santas Escrituras!—exclamó uno de sus tentadores,—
¿todo debe ser juzgado por ellas? ¿Quién puede comprenderlas si la
iglesia no las interpreta? ”
“¿Son las tradiciones de los hombres más dignas de fe que
el Evangelio de nuestro Salvador?—replicó Jerónimo.—Pablo no
exhortó a aquellos a quienes escribía a que escuchasen las tradiciones
de los hombres, sino que les dijo: ‘Escudriñad las Escrituras.”
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“Hereje—fuí la respuesta,—me arrepiento de haber estado
alegando contigo tanto tiempo. Veo que es el diablo el que te
impulsa.”—Wylie, lib. 3, cap. 10.
En breve se falló sentencia de muerte contra él. Le condujeron
en seguida al mismo lugar donde Hus había dado su vida. Fué al
suplicio cantando, iluminado el rostro de gozo y paz. Fijó en Cristo
su mirada y la muerte ya no le infundía miedo alguno. Cuando el
verdugo, a punto de prender la hoguera, se puso detrás de él, el
mártir exclamó: “Ven por delante, sin vacilar. Prende la hoguera en
mi presencia. Si yo hubiera tenido miedo, no estaría aquí.”
Las últimas palabras que pronunció cuando las llamas le en-
volvían fueron una oración. Dijo: “Señor, Padre todopoderoso, ten
piedad de mí y perdóname mis pecados, porque tú sabes que siem-
pre he amado tu verdad.”—Bonnechose, lib. 3, págs. 185, 186. Su
voz dejó de oírse, pero sus labios siguieron murmurando la oración.
Cuando el fuego hubo terminado su obra, las cenizas del mártir
fueron recogidas juntamente con la tierra donde estaban esparcidas
y, como las de Hus, fueron arrojadas al Rin.
Así murieron los fieles siervos que derramaron la luz de Dios.
Pero la luz de las verdades que proclamaron—la luz de su heroico
ejemplo—no pudo extinguirse. Antes podían los hombres intentar
hacer retroceder al sol en su carrera que apagar el alba de aquel día
que vertía ya sus fulgores sobre el mundo.
La ejecución de Hus había encendido llamas de indignación y
horror en Bohemia. La nación entera se conmovió al reconocer que
había caído víctima de la malicia de los sacerdotes y de la traición
del emperador. Se le declaró fiel maestro de la verdad, y el concilio
que decretó su muerte fué culpado del delito de asesinato. Como
consecuencia de esto las doctrinas del reformador llamaron más que
nunca la atención. Los edictos del papa condenaban los escritos
de Wiclef a las llamas, pero las obras que habían escapado a dicha