Página 110 - El Conflicto de los Siglos (1954)

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El Conflicto de los Siglos
sentencia fueron sacadas de donde habían sido escondidas para
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estudiarlas comparándolas con la Biblia o las porciones de ella que
el pueblo podía conseguir, y muchos fueron inducidos así a aceptar
la fe reformada.
Los asesinos de Hus no permanecieron impasibles al ser testigos
del triunfo de la causa de aquél. El papa y el emperador se unieron
para sofocar el movimiento, y los ejércitos de Segismundo fueron
despachados contra Bohemia.
Pero surgió un libertador. Ziska, que poco después de empezada
la guerra quedó enteramente ciego, y que fué no obstante uno de los
más hábiles generales de su tiempo, era el que guiaba a los bohemios.
Confiando en la ayuda de Dios y en la justicia de su causa, aquel
pueblo resistió a los más poderosos ejércitos que fueron movilizados
contra él. Vez tras vez el emperador, suscitando nuevos ejércitos,
invadió a Bohemia, tan sólo para ser rechazado ignominiosamente.
Los husitas no le tenían miedo a la muerte y nada les podía resistir.
A los pocos años de empeñada la lucha, murió el valiente Ziska;
pero le reemplazó Procopio, general igualmente arrojado y hábil, y
en varios respectos jefe más capaz.
Los enemigos de los bohemios, sabiendo que había fallecido
el guerrero ciego, creyeron llegada la oportunidad favorable para
recuperar lo que habían perdido. El papa proclamó entonces una cru-
zada contra los husitas, y una vez más se arrojó contra Bohemia una
fuerza inmensa, pero sólo para sufrir terrible descalabro. Proclamóse
otra cruzada. En todas las naciones de Europa que estaban sujetas al
papa se reunió dinero, se hizo acopio de armamentos y se reclutaron
hombres. Muchedumbres se reunieron bajo el estandarte del papa
con la seguridad de que al fin acabarían con los herejes husitas.
Confiando en la victoria, un inmenso número de soldados invadió a
Bohemia. El pueblo se reunió para defenderse. Los dos ejércitos se
aproximaron uno al otro, quedando separados tan sólo por un río que
corría entre ellos. “Los cruzados eran muy superiores en número,
pero en vez de arrojarse a cruzar el río y entablar batalla con los
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husitas a quienes habían venido a atacar desde tan lejos, permanecie-
ron absortos y en silencio mirando a aquellos guerreros.”—Wylie,
lib. 3, cap. 17. Repentinamente un terror misterioso se apoderó de
ellos. Sin asestar un solo golpe, esa fuerza irresistible se desbandó
y se dispersó como por un poder invisible. Las tropas husitas persi-