Se enciende una luz en Suiza
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reformador suizo—hace lo que yo hago. Los que por su medio han
llegado al conocimiento de Jesucristo son más que los conducidos
por mí. Pero no importa. Yo no quiero llevar otro nombre que el
de Jesucristo, de quien soy soldado, y no reconozco otro jefe. No
he escrito una sola palabra a Lutero, ni Lutero a mí. Y ¿por qué?
... Pues para que se viese de qué modo el Espíritu de Dios está de
acuerdo consigo mismo, ya que, sin acuerdo previo, enseñamos con
tanta uniformidad la doctrina de Jesucristo.”—D’Aubigné, lib. 8,
cap. 9.
En 1516 fué llamado Zuinglio a predicar regularmente en el con-
vento de Einsiedeln, donde iba a ver más de cerca las corrupciones
de Roma y donde iba a ejercer como reformador una influencia que
se dejaría sentir más allá de sus Alpes natales. Entre los principales
atractivos de Einsiedeln había una virgen de la que se decía que esta-
ba dotada del poder de hacer milagros. Sobre la puerta de la abadía
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estaba grabada esta inscripción: “Aquí se consigue plena remisión de
todos los pecados.”—
Id.,
cap. 5. En todo tiempo acudían peregrinos
a visitar el santuario de la virgen, pero en el día de la gran fiesta
anual de su consagración venían multitudes de toda Suiza y hasta
de Francia y Alemania. Zuinglio, muy afligido al ver estas cosas,
aprovechó la oportunidad para proclamar la libertad por medio del
Evangelio a aquellas almas esclavas de la superstición.
“No penséis—decía—que Dios esté en este templo de un modo
más especial que en cualquier otro lugar de la creación. Sea la que
fuere la comarca que vosotros habitáis, Dios os rodea y os oye...
¿Será acaso con obras muertas, largas peregrinaciones, ofrendas,
imágenes, la invocación de la virgen o de los santos, con lo que al-
canzaréis la gracia de Dios? ... ¿De qué sirve el conjunto de palabras
de que formamos nuestras oraciones? ¿Qué eficacia tienen la rica
capucha del fraile, la cabeza rapada, hábito largo y bien ajustado, y
las zapatillas bordadas de oro? ¡Al corazón es a lo que Dios mira,
y nuestro corazón está lejos de Dios!” “Cristo—añadía,—que se
ofreció una vez en la cruz, es la hostia y la víctima que satisfizo
eternamente a Dios por los pecados de todos los fieles.”—
Ibid
.
Muchos de los que le oían recibían con desagrado estas enseñan-
zas. Era para ellos un amargo desengaño saber que su penoso viaje
era absolutamente inútil. No podían comprender el perdón que se
les ofrecía de gracia por medio de Cristo. Estaban conformes con el