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El Conflicto de los Siglos
Pronto se dió a conocer el fruto de toda esta enseñanza. El pueblo
fué inducido a descuidar la Biblia o a rechazarla del todo. Las es-
cuelas se llenaron de confusión. Los estudiantes, despreciando todas
las sujeciones, abandonaron sus estudios y se separaron de la uni-
versidad. Los hombres que se tuvieron a sí mismos por competentes
para reavivar y dirigir la obra de la Reforma, lograron sólo arras-
trarla al borde de la ruina. Los romanistas, recobrando confianza,
exclamaban alegres: “Un esfuerzo más, y todo será nuestro.”—
Ibid
.
Al saber Lutero en la Wartburg lo que ocurría, dijo, con profunda
consternación: “Siempre esperaba yo que Satanás nos mandara
esta plaga.”—
Ibid
. Se dió cuenta del verdadero carácter de estos
fementidos profetas y vió el peligro que amenazaba a la causa de la
verdad. La oposición del papa y del emperador no le habían sumido
en la perplejidad y congoja que ahora experimentaba. De entre los
que profesaban ser amigos de la Reforma se habían levantado sus
peores enemigos. Las mismas verdades que le habían producido tan
profundo regocijo y consuelo eran empleadas para despertar pleitos
y confusión en la iglesia.
En la obra de la Reforma, Lutero había sido impulsado por
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el Espíritu de Dios y llevado más allá de lo que pensara. No había
tenido el propósito de tomar tales resoluciones ni de efectuar cambios
tan radicales. Había sido solamente instrumento en manos del poder
infinito. Sin embargo, temblaba a menudo por el resultado de su
trabajo. Dijo una vez: “Si yo supiera que mi doctrina hubiera dañado
a un ser viviente por pobre y obscuro que hubiera sido,—lo que
es imposible, pues ella es el mismo Evangelio,—hubiera preferido
mejor morir diez veces antes que negarme a retractarme.”—
Ibid
.
Y ahora hasta el mismo Wittenberg, el verdadero centro de la
Reforma, caía rápidamente bajo el poder del fanatismo y de los
desórdenes. Esta terrible situación no era efecto de las enseñanzas
de Lutero; pero no obstante por toda Alemania sus enemigos se la
achacaban a él. Con el ánimo deprimido, preguntábase a veces a sí
mismo: “¿Será posible que así remate la gran obra de la Reforma?”—
Ibid
. Pero cuando hubo orado fervientemente al respecto, volvió la
paz a su alma. “La obra no es mía sino tuya—decía él,—y no con-
sentirás que se malogre por causa de la superstición o del fanatismo.”
El solo pensamiento de seguir apartado del conflicto en una crisis
tal, le era insoportable; de modo que decidió volver a Wittenberg.