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El Conflicto de los Siglos
ción de la Biblia, hasta que la sala de la escuela se llenó de atentos
oyentes. Se distribuyeron gratis folletos y Nuevos Testamentos que
alcanzaron a muchos que no se atrevían a venir públicamente a oír
las nuevas doctrinas. Después de algún tiempo también este sembra-
dor tuvo que huir; pero las verdades que había propagado quedaron
grabadas en la mente del pueblo. La Reforma se había establecido
e iba a desarrollarse y fortalecerse. Volvieron los predicadores, y
merced a sus trabajos, el culto protestante se arraigó finalmente en
Ginebra.
La ciudad se había declarado ya partidaria de la Reforma cuando
Calvino, después de varios trabajos y vicisitudes, penetró en ella.
Volvía de su última visita a su tierra natal y dirigíase a Basilea,
cuando hallando el camino invadido por las tropas de Carlos V, tuvo
que hacer un rodeo y pasar por Ginebra.
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En esta visita reconoció Farel la mano de Dios. Aunque Gine-
bra había aceptado ya la fe reformada, quedaba aún una gran obra
por hacer. Los hombres se convierten a Dios por individuos y no
por comunidades; la obra de regeneración debe ser realizada en el
corazón y en la conciencia por el poder del Espíritu Santo, y no por
decretos de concilios. Si bien el pueblo ginebrino había desechado
el yugo de Roma, no por eso estaba dispuesto a renunciar también
a los vicios que florecieran en su seno bajo el dominio de aquélla.
Y no era obra de poca monta la de implantar entre aquel pueblo
los principios puros del Evangelio, y prepararlo para que ocupara
dignamente el puesto a que la Providencia parecía llamarle.
Farel estaba seguro de haber hallado en Calvino a uno que podría
unírsele en esta empresa. En el nombre de Dios rogó al joven evan-
gelista que se quedase allí a trabajar. Calvino retrocedió alarmado.
Era tímido y amigo de la paz, y quería evitar el trato con el espíritu
atrevido, independiente y hasta violento de los ginebrinos. Por otra
parte, su poca salud y su afición al estudio le inclinaban al retrai-
miento. Creyendo que con su pluma podría servir mejor a la causa
de la Reforma, deseaba encontrar un sitio tranquilo donde dedicarse
al estudio, y desde allí, por medio de la prensa, instruir y edificar a
las iglesias. Pero la solemne amonestación de Farel le pareció un
llamamiento del cielo, y no se atrevió a oponerse a él. Le pareció,
según dijo, “como si la mano de Dios se hubiera extendido desde el
cielo y le sujetase para detenerle precisamente en aquel lugar que