La reforma en Francia
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con tanta impaciencia quería dejar.”—D’Aubigné,
Histoire de la
Réformation au temps de Calvin,
lib. 9, cap. 17.
La causa protestante se veía entonces rodeada de grandes peli-
gros. Los anatemas del papa tronaban contra Ginebra, y poderosas
naciones amenazaban destruirla. ¿Cómo iba tan pequeña ciudad a
resistir a la poderosa jerarquía que tan a menudo había sometido
a reyes y emperadores? ¿Cómo podría vencer los ejércitos de los
grandes capitanes del siglo?
[249]
En toda la cristiandad se veía amenazado el protestantismo por
formidables enemigos. Pasados los primeros triunfos de la Reforma,
Roma reunió nuevas fuerzas con la esperanza de acabar con ella.
Entonces fué cuando nació la orden de los jesuítas, que iba a ser
el más cruel, el menos escrupuloso y el más formidable de todos
los campeones del papado. Libres de todo lazo terrenal y de todo
interés humano, insensibles a la voz del afecto natural, sordos a los
argumentos de la razón y a la voz de la conciencia, no reconocían
los miembros más ley, ni más sujeción que las de su orden, y no
tenían más preocupación que la de extender su poderío.
(Véase el
Apéndice.)
El Evangelio de Cristo había capacitado a sus adherentes
para arrostrar los peligros y soportar los padecimientos, sin desmayar
por el frío, el hambre, el trabajo o la miseria, y para sostener con
denuedo el estandarte de la verdad frente al potro, al calabozo y a la
hoguera. Para combatir contra estas fuerzas, el jesuitismo inspiraba a
sus adeptos un fanatismo tal, que los habilitaba para soportar peligros
similares y oponer al poder de la verdad todas las armas del engaño.
Para ellos ningún crimen era demasiado grande, ninguna mentira
demasiado vil, ningún disfraz demasiado difícil de llevar. Ligados
por votos de pobreza y de humildad perpetuas, estudiaban el arte de
adueñarse de la riqueza y del poder para consagrarlos a la destrucción
del protestantismo y al restablecimiento de la supremacía papal.
Al darse a conocer como miembros de la orden, se presentaban
con cierto aire de santidad, visitando las cárceles, atendiendo a los
enfermos y a los pobres, haciendo profesión de haber renunciado
al mundo, y llevando el sagrado nombre de Jesús, de Aquel que
anduvo haciendo bienes. Pero bajo esta fingida mansedumbre, ocul-
taban a menudo propósitos criminales y mortíferos. Era un principio
fundamental de la orden, que el fin justifica los medios. Según di-
cho principio, la mentira, el robo, el perjurio y el asesinato, no sólo