Página 218 - El Conflicto de los Siglos (1954)

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El Conflicto de los Siglos
eran perdonables, sino dignos de ser recomendados, siempre que
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sirvieran los intereses de la iglesia. Con muy diversos disfraces se
introducían los jesuítas en los puestos del estado, elevándose hasta
la categoría de consejeros de los reyes, y dirigiendo la política de
las naciones. Se hacían criados para convertirse en espías de sus
señores. Establecían colegios para los hijos de príncipes y nobles, y
escuelas para los del pueblo; y los hijos de padres protestantes eran
inducidos a observar los ritos romanistas. Toda la pompa exterior
desplegada en el culto de la iglesia de Roma se aplicaba a confundir
la mente y ofuscar y embaucar la imaginación, para que los hijos
traicionaran aquella libertad por la cual sus padres habían trabajado
y derramado su sangre. Los jesuítas se esparcieron rápidamente por
toda Europa y doquiera iban lograban reavivar el papismo.
Para otorgarles más poder, se expidió una bula que restablecía la
Inquisición.
(Véase el Apéndice.)
No obstante el odio general que
inspiraba, aun en los países católicos, el terrible tribunal fué restable-
cido por los gobernantes obedientes al papa; y muchas atrocidades
demasiado terribles para cometerse a la luz del día, volvieron a per-
petrarse en los secretos y obscuros calabozos. En muchos países,
miles y miles de representantes de la flor y nata de la nación, de los
más puros y nobles, de los más inteligentes y cultos, de los pasto-
res más piadosos y abnegados, de los ciudadanos más patriotas e
industriosos, de los más brillantes literatos, de los artistas de más ta-
lento y de los artesanos más expertos, fueron asesinados o se vieron
obligados a huir a otras tierras.
Estos eran los medios de que se valía Roma para apagar la luz
de la Reforma, para privar de la Biblia a los hombres, y restaurar la
ignorancia y la superstición de la Edad Media. Empero, debido a
la bendición de Dios y al esfuerzo de aquellos nobles hombres que
él había suscitado para suceder a Lutero, el protestantismo no fue
vencido. Esto no se debió al favor ni a las armas de los príncipes. Los
países más pequeños, las naciones más humildes e insignificantes,
fueron sus baluartes. La pequeña Ginebra, a la que rodeaban podero-
sos enemigos que tramaban su destrucción; Holanda en sus bancos
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de arena del Mar del Norte, que luchaba contra la tiranía de España,
el más grande y el más opulento de los reinos de aquel tiempo; la
glacial y estéril Suecia, ésas fueron las que ganaron victorias para la
Reforma.