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El Conflicto de los Siglos
Quinto, el cual se encontraba entonces en el monasterio de Yuste,
de que se había encarcelado a su capellán favorito, exclamó: ‘¡Si
Constantino es hereje, gran hereje es!’ y cuando más tarde un inqui-
sidor le aseguró que había sido declarado reo, replicó suspirando:
‘¡No podéis condenar a otro mayor!’”—Sandoval,
Historia del Em-
perador Carlos Quinto,
tomo 2, pág. 829; citado por M’Crie, cap.
7.
No obstante no fué fácil probar la culpabilidad de Constantino.
En efecto, parecían ser incapaces los inquisidores de probar los
cargos levantados contra él, cuando por casualidad “encontraron,
entre otros muchos, un gran libro, escrito todo de puño y letra del
mismo Constantino, en el cual, abiertamente y como si escribiese
para sí mismo, trataba en particular de estos capítulos (según los
mismos inquisidores declararon en su sentencia, publicada después
en el cadalso), a saber: del estado de la iglesia; de la verdadera iglesia
y de la iglesia del papa, a quien llamaba anticristo; del sacramento
de la eucaristía y del invento de la misa, acerca de todo lo cual,
afirmaba él, estaba el mundo fascinado a causa de la ignorancia de las
Sagradas Escrituras; de la justificación del hombre; del purgatorio, al
que llamaba cabeza de lobo e invento de los frailes en pro de su gula;
de las bulas e indulgencias papales; de los méritos de los hombres;
de la confesión... ” Al enseñársele el volumen a Constantino, éste
dijo: “Reconozco mi letra, y así confieso haber escrito todo esto, y
declaro ingenuamente ser todo verdad. Ni tenéis ya que cansaros
en buscar contra mí otros testimonios: tenéis aquí ya una confesión
clara y explícita de mi creencia: obrad pues, y haced de mí lo que
queráis.”—R. Gonzales de Montes, págs. 320-322; (289, 290).
Debido a los rigores de su encierro, Constantino no llegó a vivir
dos años desde que entró en la cárcel. Hasta sus últimos momentos
se mantuvo fiel a la fe protestante y conservó su serena confianza
en Dios. Providencialmente fué encerrado en el mismo calabozo
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de Constantino uno de los jóvenes monjes del monasterio de San
Isidro del Campo, al cual le cupo el privilegio de atenderle durante
su última enfermedad y de cerrarle los ojos en paz. (M’Crie, cap. 7.)
El Dr. Constantino no fué el único amigo y capellán del empera-
dor que sufriera a causa de sus relaciones con la causa protestante.
El Dr. Agustín Cazalla, tenido durante muchos años por uno de
los mejores oradores sagrados de España, y que había oficiado a