236
El Conflicto de los Siglos
secta en la ciudad de Toro, donde hasta entonces había morado.
Exigiéronle los jueces de la Inquisición que declarase uno a uno los
nombres de aquellas personas llevadas por él a las nuevas doctrinas;
pero ni las promesas, ni los ruegos, ni las amenazas bastaron a alterar
el propósito de Herrezuelo en no descubrir a sus amigos y parciales.
¿Y qué más? ni aun los tormentos pudieron quebrantar su constancia,
más firme que envejecido roble o que soberbia peña nacida en el
seno de los mares.
Su esposa ... presa también en los calabozos de la Inquisición, al
fin débil como joven de veinticuatro años [después de cerca de dos
años de encarcelamiento], cediendo al espanto de verse reducida a
la estrechez de los negros paredones que formaban su cárcel, tratada
como delincuente, lejos de su marido a quien amaba aun más que
a su propia vida, ... y temiendo todas las iras de los inquisidores,
declaró haber dado franca entrada en su pecho a los errores de los
herejes, manifestando al propio tiempo con dulces lágrimas en los
ojos su arrepentimiento...
“Llegado el día en que se celebraba el auto de fe con la pompa
conveniente al orgullo de los inquisidores, salieron los reos al ca-
[276]
dalso y desde él escucharon la lectura de sus sentencias. Herrezuelo
iba a ser reducido a cenizas en la voracidad de una hoguera: y su
esposa doña Leonor a abjurar las doctrinas luteranas, que hasta aquel
punto había albergado en su alma, y a vivir, a voluntad del ‘Santo’
Oficio, en las casas de reclusión que para tales delincuentes estaban
preparadas. En ellas, con penitencias y sambenito recibiría el castigo
de sus errores y una enseñanza para en lo venidero desviarse del
camino de su perdición y ruina.”—De Castro, págs. 167, 168.
Al ir Herrezuelo al cadalso “lo único que le conmovió fué el ver a
su esposa en ropas de penitenta; y la mirada que echó (pues no podía
hablar) al pasar cerca de ella, camino del lugar de la ejecución, pare-
cía decir: ‘
¡Esto
sí que es difícil soportarlo!’ Escuchó sin inmutarse
a los frailes que le hostigaban con sus importunas exhortaciones para
que se retractase, mientras le conducían a la hoguera. ‘El bachiller
Herrezuelo—dice Gonzalo de Illescas en su
Historia pontifical
—se
dejó quemar vivo con valor sin igual. Estaba yo tan cerca de él que
podía verlo por completo y observar todos sus movimientos y expre-
siones. No podía hablar, pues estaba amordazado: ... pero todo su
continente revelaba que era una persona de extraordinaria resolución