Página 45 - El Conflicto de los Siglos (1954)

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La fe de los mártires
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y se afanan por corregir sus defectos y asemejarse al que es nues-
tro modelo; y la de aquellos que rehuyen las verdades sencillas y
prácticas que ponen de manifiesto sus errores. Aun en sus mejores
tiempos la iglesia no contó exclusivamente con fieles verdaderos,
puros y sinceros. Nuestro Salvador enseñó que no se debe recibir en
la iglesia a los que pecan voluntariamente; no obstante, unió consigo
mismo a hombres de carácter defectuoso y les concedió el beneficio
de sus enseñanzas y de su ejemplo, para que tuviesen oportunidad
de ver sus faltas y enmendarlas. Entre los doce apóstoles hubo un
traidor. Judas fué aceptado no a causa de los defectos de su carácter,
sino a pesar de ellos. Estuvo unido con los discípulos para que, por
la instrucción y el ejemplo de Cristo, aprendiese lo que constituye el
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carácter cristiano y así pudiese ver sus errores, arrepentirse y, con
la ayuda de la gracia divina, purificar su alma obedeciendo “a la
verdad.” Pero Judas no anduvo en aquella luz que tan misericordio-
samente le iluminó; antes bien, abandonándose al pecado atrajo las
tentaciones de Satanás. Los malos rasgos de su carácter llegaron a
predominar; entregó su mente al dominio de las potestades tenebro-
sas; se airó cuando sus faltas fueron reprendidas, y fué inducido a
cometer el espantoso crimen de vender a su Maestro. Así también
obran todos los que acarician el mal mientras hacen profesión de
piedad y aborrecen a quienes les perturban la paz condenando su vi-
da de pecado. Como Judas, en cuanto se les presente la oportunidad,
traicionarán a los que para su bien les han amonestado.
Los apóstoles se opusieron a los miembros de la iglesia que,
mientras profesaban tener piedad, daban secretamente cabida a la
iniquidad. Ananías y Safira fueron engañadores que pretendían hacer
un sacrificio completo delante de Dios, cuando en realidad guarda-
ban para sí con avaricia parte de la ofrenda. El Espíritu de verdad
reveló a los apóstoles el carácter verdadero de aquellos engañadores,
y el juicio de Dios libró a la iglesia de aquella inmunda mancha
que empañaba su pureza. Esta señal evidente del discernimiento
del Espíritu de Cristo en los asuntos de la iglesia, llenó de terror a
los hipócritas y a los obradores de maldad. No podían éstos seguir
unidos a los que eran, en hábitos y en disposición, fieles representan-
tes de Cristo; y cuando las pruebas y la persecución vinieron sobre
éstos, sólo los que estaban resueltos a abandonarlo todo por amor a
la verdad, quisieron ser discípulos de Cristo. De modo que mientras