Las críticas y la regla de oro
Este capítulo está basado en Mateo 7.
“No juzguéis, para que no seáis juzgados”.
El esfuerzo para ganar la salvación por medio de las obras propias
induce inevitablemente a los hombres a amontonar las exigencias
humanas como barrera contra el pecado. Al ver que no observan la
ley, idean normas y reglamentos propios para compelerse a obede-
cerla. Todo esto desvía la mente desde Dios hacia el yo. El amor a
Dios se extingue en el corazón; con él desaparece también el amor
hacia el prójimo. Los defensores de tal sistema humano, con sus
múltiples reglas, se sentirán impulsados a juzgar a todos los que
no logran alcanzar la norma prescrita en él. El ambiente de críticas
egoístas y estrechas ahoga las emociones nobles y generosas, y hace
de los hombres espías despreciables y jueces ególatras.
A esta clase pertenecían los fariseos. No salían de sus servicios
religiosos humillados por la convicción de lo débiles que eran ni
agradecidos por los grandes privilegios que Dios les había dado.
Salían llenos de orgullo espiritual, para pensar tan sólo en sí mismos,
en sus sentimientos, su sabiduría, sus caminos. De lo que ellos
habían alcanzado hacían normas por las cuales juzgaban a los demás.
Cubriéndose con las togas de su propia dignidad exagerada, subían
al tribunal para criticar y condenar.
El pueblo participaba en extenso grado del mismo espíritu, inva-
día la esfera de la conciencia, y se juzgaban unos a otros en asuntos
que tocaban únicamente al alm
y a Dios. Refiriéndose a este espí-
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ritu y práctica, dijo Jesús: “No juzguéis, para que no seáis juzgados”.
Quería decir: No os consideréis como normas. No hagáis de vuestras
opiniones y vuestros conceptos del deber, de vuestras interpretacio-
nes de las Escrituras, un criterio para los demás, ni los condenéis
El fariseo oraba con altanería y suficiencia propia criticando al publicano, pero
su actitud hizo inoperante su oración.
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