Página 103 - El Discurso Maestro de Jesucristo (1956)

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Las críticas y la regla de oro
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Cristo no obliga a los hombres; los atrae. La única fuerza que
emplea es el amor. Siempre que la iglesia procure la ayuda del poder
del mundo, es evidente que le falta el poder de Cristo y que no la
constriñe el amor divino.
La dificultad radica en los miembros de la iglesia como indivi-
duos, y en ellos debe realizarse la curación. Jesús ordena que antes
de intentar corregir a los otros, el acusador eche la viga de su propio
ojo, renuncie al espíritu de crítica, confiese su propio pecado y lo
abandone. “No es buen árbol el que da malos frutos, ni árbol malo el
que da buen fruto”
El espíritu acusador que abrigáis es fruto malo;
demuestra que el árbol es malo. Es inútil que os establezcáis en
vuestra propia justicia. Lo que necesitáis es un cambio de corazón.
Debéis pasar por esta experiencia antes de poder corregir a otros;
“porque de la abundancia del corazón habla la boca”
Cuando tratemos de aconsejar o amonestar a cualquier alma
en cuya experiencia haya sobrevenido una crisis, nuestras palabras
tendrán únicamente el peso de la influencia que nos hayan ganado
nuestro propio ejemplo y espíritu. Debemos
ser
buenos antes que
podamos
obrar
el bien. No podemos ejercer una influencia trans-
formadora sobre otros hasta que nuestro propio corazón haya sido
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humillado, refinado y enternecido por la gracia de Cristo. Cuando
se efectúe ese cambio en nosotros, nos resultará natural vivir para
beneficiar a otros, así como es natural para el rosal producir sus
flores fragantes o para la vid sus racimos morados.
Si Cristo es en nosotros “la esperanza de gloria”, no nos sentire-
mos inclinados a observar a los demás para revelar sus errores. En
vez de procurar acusarlos y condenarlos, nuestro objeto será ayu-
darlos, beneficiarlos y salvarlos. Al tratar con los que están en error,
observaremos el mandato: “Considerándote a ti mismo, no sea que
tú también seas tentado”
Nos acordaremos de las muchas veces
que erramos y de cuán difícil era hallar el camino recto después
de haberlo abandonado. No empujaremos a nuestro hermano a una
oscuridad más densa, sino que con el corazón lleno de compasión le
mostraremos el peligro.
El que mire a menudo la cruz del Calvario, acordándose de que
sus pecados llevaron al Salvador allí, no tratará de determinar el
grado de su culpabilidad en comparación con el de los demás. No se
constituirá en juez para acusar a otros. No puede haber espíritu de