Página 109 - El Discurso Maestro de Jesucristo (1956)

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Las críticas y la regla de oro
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huérfanos, así como desearíamos que ellos nos cuidaran si nuestra
condición y la suya se invirtieran.
Enseña la regla de oro, por implicación, la misma verdad que
se enseña en otra parte del Sermón del Monte, que, “con la medida
con que medís, os será medido”. Lo que hacemos a los demás,
sea bueno o malo, ciertamente reaccionará sobre nosotros mismos,
ya sea en bendición, ya sea en maldición. Todo lo que demos, lo
volveremos a recibir. Las bendiciones terrenales que impartimos
a los demás pueden ser recompensadas con algo semejante, como
ocurre a menudo. Con frecuencia lo que damos se nos devuelve
en tiempo de necesidad, cuadruplicado, en moneda real. Además
de esto, todas las dádivas se recompensan, aun en esta vida, con el
influjo más pleno del amor de Cristo, que es la suma de toda la gloria
y el tesoro del cielo. El mal impartido también vuelve. Todo aquel
que haya condenado o desalentado a otros será llevado en su propia
experiencia a la senda en que hizo andar a los demás; sentirá lo que
sufrieron ellos por la falta de simpatía y ternura que les manifestó.
El amor de Dios para con nosotros es lo que ha decretado esto.
El quiere inducirnos a aborrecer nuestra propia dureza de corazón
y a abrir nuestros corazones para que Jesús more en ellos. Así, del
mal surge el bien, y lo que parecía maldición llega a ser bendición.
La medida de la regla de oro es la verdadera norma del cristia-
nismo, y todo lo que no llega a su altura es un engaño. Una religión
que induce a los hombres a tener en poca estima a los seres huma-
nos, a quienes Cristo consideró de tanto valor que dio su vida por
ellos; una religión que nos haga indiferentes a las necesidades, los
sufrimientos o los derechos humanos, es una religión espuria. Al
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despreciar los derechos de los pobres, los dolientes y los pecadores,
nos demostramos traidores a Cristo. El cristianismo tiene tan poco
poder en el mundo porque los hombres aceptan el nombre de Cristo,
pero niegan su carácter en sus vidas. Por estas cosas el nombre del
Señor es motivo de blasfemia.
Acerca de la iglesia apostólica perteneciente a la época maravi-
llosa en que la gloria del Cristo resucitado resplandecía sobre ella,
leemos que “ninguno decía ser suyo propio nada de lo que poseía”,
“que no había entre ellos ningún necesitado”, que “con gran poder
los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús,
y abundante gracia era sobre todos ellos”. Y, además, que “perse-