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El Discurso Maestro de Jesucristo
pero el placer egoísta, el amor del mundo, el orgullo y la ambición
profana alzan una barrera entre ellos y el Salvador. La renuncia a su
propia voluntad y a cuanto escogieron como objeto de su afecto o
ambición exige un sacrificio ante el cual vacilan, se estremecen y
retroceden. “Muchos procurarán entrar, y no podrán”
Desean el
bien, hacen algún esfuerzo para obtenerlo, pero no lo escogen; no
tienen un propósito firme de procurarlo a toda costa.
Nuestra única esperanza, si queremos vencer, radica en unir
nuestra voluntad a la de Dios, y trabajar juntamente con él, hora
tras hora y día tras día. No podemos retener nuestro espíritu egoísta
y entrar en el reino de Dios. Si alcanzamos la santidad, será por
el renunciamiento al yo y por la aceptación del sentir de Cristo.
El orgullo y el egoísmo deben crucificarse. ¿Estamos dispuestos a
pagar lo que se requiere de nosotros? ¿Estamos dispuestos a permitir
que nuestra voluntad sea puesta en conformidad perfecta con la de
Dios? Mientras no lo estemos, su gracia transformadora no puede
manifestarse en nosotros.
La guerra que debemos sostener es “la buena batalla de la fe”.
Por “lo cual también trabajo—dijo el apóstol Pablo—, luchando
según la potencia de él, la cual actúa poderosamente en mí”
En la crisis suprema de su vida, Jacob se apartó para orar. Lo
dominaba un solo propósito: buscar la transformación de su carácter,
Pero mientras suplicaba a Dios, un enemigo, según le pareció, puso
sobre él su mano, y toda la noche luchó por su vida. Pero ni aun
el peligro de perder la vida alteró el propósito de su alma. Cuando
estaba casi agotada su fuerza, ejerció el Angel su poder divino, y a
su toque supo Jacob con quién había luchado. Herido e impotente,
cayó sobre el pecho del Salvador, rogando que lo bendijera. No
pudo ser desviado ni interrumpido en su ruego y Cristo concedió
el pedido de esta alma débil y penitente, conforme a su promesa:
“¿O forzará alguien mi fortaleza? Haga conmigo paz; sí, haga paz
conmigo”. Jacob alegó con espíritu determinado: “No te dejaré, si
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no me bendices”. Este espíritu de persistencia fue inspirado por
Aquel con quien luchaba el patriarca. Fue él también quien le dio
la victoria y cambió su nombre, Jacob, por el de Israel, diciendo:
“Porque has luchado con Dios y con los hombres, y has vencido”.
Por medio de la entrega del yo y la fe imperturbable, Jacob ganó