Las bienaventuranzas
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obra que los hará “aptos para participar de la herencia de los santos
en luz”
Todos los que sienten la absoluta pobreza del alma, que saben
que en sí mismos no hay nada bueno, pueden hallar justicia y fuerza
recurriendo a Jesús. Dice él: “Venid a mí todos los que estáis tra-
bajados y cargados”
Nos invita a cambiar nuestra pobreza por las
riquezas de su gracia. No merecemos el amor de Dios, pero Cristo,
nuestro fiador, es sobremanera digno y capaz de salvar a todos los
que vengan a él. No importa cuál haya sido la experiencia del pa-
sado ni cuán desalentadoras sean las circunstancias del presente, si
acudimos a Cristo en nuestra condición actual—débiles, sin fuerza,
desesperados—, nuestro compasivo Salvador saldrá a recibirnos mu-
cho antes de que lleguemos, y nos rodeará con sus brazos amantes y
con la capa de su propia justicia. Nos presentará a su Padre en las
blancas vestiduras de su propio carácter. El aboga por nosotros ante
el Padre, diciendo: Me he puesto en el lugar del pecador. No mires a
este hijo desobediente, sino a mí. Y cuando Satanás contiende fuer-
temente contra nuestras almas, acusándonos de pecado y alegando
que somos su presa, la sangre de Cristo aboga con mayor poder.
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“Y se dirá de mí: Ciertamente en Jehová está la justicia y la
fuerza... En Jehová será justificada y se gloriará toda la descendencia
de Israel”
“Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán
consolación”.
El llanto al que se alude aquí es la verdadera tristeza de cora-
zón por haber pecado. Dice Jesús: “Y yo, si fuere levantado de la
tierra, a todos atraeré a mí mismo”
A medida que una persona se
siente persuadida a mirar a Cristo levantado en la cruz, percibe la
pecaminosidad del ser humano. Comprende que es el pecado lo que
azotó y crucificó al Señor de la gloria. Reconoce que, aunque se lo
amó con cariño indecible, su vida ha sido un espectáculo continuo
de ingratitud y rebelión. Abandonó a su mejor Amigo y abusó del
don más precioso del cielo. El mismo crucificó nuevamente al Hijo
de Dios y traspasó otra vez su corazón sangrante y agobiado. Lo
separa de Dios un abismo ancho, negro y hondo, y llora con corazón
quebrantado.