Las bienaventuranzas
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Jesús, resplandor de la gloria de su Padre, “no estimó el ser
igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí
mismo, tomando forma de siervo”
Consintió en pasar por todas
las experiencias humildes de la vida y en andar entre los hijos de los
hombres, no como un rey que exigiera homenaje, sino como quien
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tenía por misión servir a los demás. No había en su conducta mancha
de fanatismo intolerante ni de austeridad indiferente. El Redentor
del mundo era de una naturaleza muy superior a la de un ángel, pero
unidas a su majestad divina, había mansedumbre y humildad que
atraían a todos a él.
Jesús se vació a sí mismo, y en todo lo que hizo jamás se mani-
festó el yo. Todo lo sometió a la voluntad de su Padre. Al acercarse
el final de su misión en la tierra, pudo decir: “Yo te he glorificado en
la tierra: he acabado la obra que me diste que hiciese”. Y nos ordena:
“Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”. “Si alguno
quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo”
renuncie a todo
sentimiento de egoísmo para que éste no tenga más dominio sobre
el alma.
Quien contemple a Cristo en su abnegación y en su humildad
de corazón, no podrá menos que decir como Daniel: “Mi fuerza
se cambió en desfallecimiento”
El espíritu de independencia y
predominio de que nos gloriamos se revela en su verdadera vileza,
como marca de nuestra sujeción a Satanás. La naturaleza humana
pugna siempre por expresarse; está siempre lista para luchar. Mas
el que aprende de Cristo renuncia al yo, al orgullo, al amor por
la supremacía, y hay silencio en su alma. El yo se somete a la
voluntad del Espírtu Santo. No ansiaremos entonces ocupar el lugar
más elevado. No pretenderemos destacarnos ni abrirnos paso por la
fuerza, sino que sentiremos que nuestro más alto lugar está a los pies
de nuestro Salvador. Miraremos a Jesús, aguardaremos que su mano
nos guíe y escucharemos su voz que nos dirige. El apóstol Pablo
experimentó esto y dijo: “Con Cristo estoy juntamente crucificado,
y ya no vivo yo, más vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la
carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó
a sí mismo por mí”
Cuando recibimos a Cristo como huésped permanente en el alma,
la paz de Dios que sobrepuja a todo entendimiento guardará nuestro
espíritu y nuestro corazón por medio de Cristo Jesús. La vida terrenal