Las bienaventuranzas
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Pablo escribió sin pensar en sus cadenas al ver cómo se difundía
el Evangelio: “En esto me gozo, y me gozaré aún”. Las mismas
palabras de Cristo en el monte, resuenan en el mensaje de Pablo a la
iglesia en sus persecusiones: “Regocijaos en el Señor siempre. Otra
vez digo: ¡Regocijaos!
“Vosotros sois la sal de la tierra”.
Se aprecia la sal por sus propiedades preservadoras; y cuando
Dios llama sal a sus hijos, quiere enseñarles que se propone ha-
cerlos súbditos de su gracia para que contribuyan a salvar a otros.
Dios escogió a un pueblo ante todo el mundo, no únicamente para
adoptar a sus hombres y mujeres como hijos suyos, sino para que
el mundo recibiese por ellos la gracia que trae salvación
Cuando
el Señor eligió a Abrahán, no fue solamente para hacerlo su amigo
especial; fue para que transmitiese los privilegios especiales que
quería otorgar a las naciones. Dijo Jesús, cuando oraba por última
vez con sus discípulos antes de la crucifixión: “Y por ellos yo me
santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en
la verdad”
Así también los cristianos que son purificados por la
verdad poseerán virtudes salvadoras que preservarán al mundo de la
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completa corrupción moral.
La sal tiene que unirse con la materia a la cual se la añade; tiene
que entrar e infiltrarse para preservar. Así, por el trato personal llega
hasta los hombres el poder salvador del Evangelio. No se salvan en
grupos, sino individualmente. La influencia personal es un poder.
Tenemos que acercarnos a los que queremos mejorar.
El sabor de la sal representa la fuerza vital del cristiano, el amor
de Jesús en el corazón, la justicia de Cristo que compenetra la vida.
El amor de Cristo es difusivo y agresivo. Si está en nosotros, se
extenderá a los demás. Nos acercaremos a ellos hasta que su corazón
sea enternecido por nuestro amor y nuestra simpatía desinteresada.
De los creyentes sinceros mana una energía vital y penetrante que
infunde un nuevo poder moral a las almas por las cuales ellos traba-
jan. No es la fuerza del hombre mismo, sino el poder del Espíritu
Santo, lo que realiza la obra transformadora.