Página 46 - El Discurso Maestro de Jesucristo (1956)

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El Discurso Maestro de Jesucristo
en misericordia y verdad; que guarda misericordia a millares, que
perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado”
La ley dada en el Sinaí era la enunciación del principio de amor,
una revelación hecha a la tierra de la ley de los cielos. Fue decretada
por la mano de un Mediador, y promulgada por Aquel cuyo poder
haría posible que los corazones de los hombres armonizaran con sus
principios. Dios había revelado el propósito de la ley al declarar a
Israel: “Y me seréis varones santos”
Pero Israel no había percibido la espiritualidad de la ley, y dema-
siadas veces su obediencia profesa era tan sólo una sumisión a ritos y
ceremonias, más bien que una entrega del corazón a la soberanía del
amor. Cuando en su carácter y obra Jesús representó ante los hom-
bres los atributos santos, benévolos y paternales de Dios y les hizo
ver cuán inútil era la mera obediencia minuciosa a las ceremonias,
los dirigentes judíos no recibieron ni comprendieron sus palabras.
Creyeron que no recalcaba lo suficiente los requerimientos de la ley;
y cuando les presentó las mismas verdades que eran la esencia del
servicio que Dios les asignara, ellos, que miraban solamente a lo
exterior, lo acusaron de querer derrocar la ley.
Las palabras de Cristo, aunque pronunciadas sosegadamente,
se distinguían por una gravedad y un poder que conmovían los
corazones del pueblo. Escuchaban para oír si repetía las tradiciones
inertes y las exigencias de los rabinos, pero escuchaban en vano. “La
gente se admiraba de su doctrina; porque les enseñaba como quien
tiene autoridad, y no como los escribas”
Los fariseos notaban la
gran diferencia entre su propio método de enseñanza y el de Cristo.
Percibían que la majestad, la pureza y la belleza de la verdad, con
su influencia profunda y suave, echaba hondas raíces en muchas
mentes. El amor divino y la ternura del Salvador atraían hacia él
los corazones de los hombres. Los rabinos comprendían que la
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enseñanza de él anularía todo el tenor de la instrucción que habían
impartido al pueblo. Estaba derribando la muralla de separación que
tanto había lisonjeado su orgullo y exclusivismo, y temieron que, si
se lo permitían, alejaría completamente de ellos al pueblo. Por eso
lo seguían con resuelta hostilidad, al acecho de alguna ocasión para
malquistarlo con la muchedumbre, lo cual permitiría al Sanedrín
obtener su condenación y muerte.