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El Discurso Maestro de Jesucristo
se quitaría el gobierno de las manos de Dios. La voluntad de los
hombres se haría suprema, y la voluntad santa y altísima de Dios, sus
fines de amor hacia sus criaturas, no serían honrados ni respetados.
Siempre que los hombres escogen su propia senda, se oponen
a Dios. No tendrán lugar en el reino de los cielos, porque guerrean
contra los mismos principios del cielo. Al despreciar la voluntad de
Dios, se sitúan en el partido de Satanás, el enemigo de Dios y de
los hombres. No por una palabra, ni por muchas palabras, sino por
toda palabra que ha hablado Dios, vivirá el hombre. No podemos
despreciar una sola palabra, por pequeña que nos parezca, y estar
libres de peligro. No hay en la ley un mandamiento que no sea para
el bienestar y la felicidad de los hombres, tanto en esta vida como
en la venidera. Al obedecer la ley de Dios, el hombre queda rodeado
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de un muro que lo protege del mal. Quien derriba en un punto esta
muralla edificada por Dios destruye la fuerza de ella para protegerlo,
porque abre un camino por donde puede entrar el enemigo para
destruir y arruinar.
Al osar despreciar la voluntad de Dios en un punto, nuestros
primeros padres abrieron las puertas a las desgracias que inundaron
el mundo. Toda persona que siga su ejemplo cosechará resultados
parecidos. El amor de Dios es la base de todo precepto de su ley, y el
que se aparte del mandamiento labra su propia desdicha y su ruina.
“Si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y
fariseos, no entraréis en el reino de los cielos”.
Los escribas y los fariseos habían acusado de pecado no sola-
mente a Cristo sino también a sus discípulos, porque no respetaban
los ritos y las ceremonias rabínicas. A menudo los discípulos se
habían sentido perplejos y confusos ante la censura y la acusación
de aquellos a quienes se habían acostumbrado a venerar como maes-
tros religiosos. Mas Jesús desenmascaró ese engaño. Declaró que
la justicia, a la cual los fariseos daban tanta importancia, era inútil.
La nación judaica aseveraba ser el pueblo especial y leal que Dios
favorecía; pero Cristo representó su religión como privada de fe sal-
vadora. Todos sus asertos de piedad, sus ficciones y ceremonias de
origen humano, y aun su jactanciosa obediencia a los requerimientos