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El Discurso Maestro de Jesucristo
Con estas palabras, Jesús no quiso enseñar que los actos benévo-
los deben guardarse siempre en secreto. El apóstol Pablo, inspirado
por el Espíritu Santo, no ocultó el sacrificio personal de los genero-
sos cristianos de Macedonia, sino que se refirió a la gracia que Cristo
había manifestado en ellos, y así otros se sintieron movidos por el
mismo espíritu. Escribió también a la iglesia de Corinto: “Vuestro
ejemplo ha estimulado a muchos”
Las propias palabras de Cristo expresan claramente lo que que-
ría decir, a saber, que en la realización de actos de caridad no se
deben buscar las alabanzas ni los honores de los hombres. La piedad
verdadera no impulsa a la ostentación. Los que desean palabras de
alabanza y adulación, y las saborean como delicioso manjar, son
meramente cristianos de nombre.
Por sus obras buenas, los seguidores de Cristo deben dar gloria,
no a sí mismos, sino al que les ha dado gracia y poder para obrar.
Toda obra buena se cumple solamente por el Espíritu Santo, y éste
es dado para glorificar, no al que lo recibe, sino al Dador. Cuando la
luz de Cristo brille en el alma, los labios pronunciarán alabanzas y
agradecimiento a Dios. Nuestras oraciones, nuestro cumplimiento
del deber, nuestra benevolencia, nuestro sacrificio personal, no serán
el tema de nuestros pensamientos ni de nuestra conversación. Jesús
será magnificado, el yo se esconderá y se verá que Cristo reina
supremo en nuestra vida.
Hemos de dar sinceramente, mas no con el fin de alardear de
nuestras buenas acciones, sino por amor y simpatía hacia los que
sufren. La sinceridad del propósito y la bondad genuina del corazón
son los motivos apreciados por el cielo. Dios considera más preciosa
que el oro de Ofir el alma que lo ama sinceramente y de todo corazón.
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No hemos de pensar en el galardón, sino en el servicio; sin
embargo, la bondad que se muestra en tal espíritu no dejará de tener
recompensa. “Tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en
público”. Aunque es verdad que Dios mismo es el gran Galardón,
que abarca todo lo demás, el alma lo recibe y se goza en él solamente
en la medida en que se asemeja a él en carácter. Sólo podemos
apreciar lo que es parecido a nosotros. Sólo cuando nos entregamos
a Dios para que nos emplee en el servicio de la humanidad, nos
hacemos partícipes de su gloria y carácter.