Página 90 - El Discurso Maestro de Jesucristo (1956)

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El Discurso Maestro de Jesucristo
diciendo: “Heme aquí, envíame a mí”, para abrir los ojos de los
ciegos, para apartar a los hombres “de las tinieblas a la luz, y de la
potestad de Satanás a Dios; para que reciban, por la fe... perdón de
pecados y herencia entre los santificados”
solamente éstos oran
con sinceridad: “Venga tu reino”.
“Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra”.
La voluntad de Dios se expresa en los preceptos de su sagrada
ley, y los principios de esta ley son los principios del cielo. Los
ángeles que allí residen no alcanzan conocimiento más alto que el
saber la voluntad de Dios, y el hacer esa voluntad es el servicio más
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alto en que puedan ocupar sus facultades.
En el cielo no se sirve con espíritu legalista. Cuando Satanás
se rebeló contra la ley de Jehová, la noción de que había una ley
sorprendió a los ángeles casi como algo en que no habían soñado
antes. En su ministerio, los ángeles no son como siervos, sino como
hijos. Hay perfecta unidad entre ellos y su Creador. La obediencia
no es trabajo penoso para ellos. El amor a Dios hace de su servicio
un gozo. Así sucede también con toda alma en la cual mora Cristo,
la esperanza de gloria. Ella repite lo que dijo él: “Me complazco
en hacer tu voluntad, oh Dios mío, y tu ley está en medio de mi
corazón”
Al orar: “Sea hecha tu voluntad, como en el cielo, así también en
la tierra”, se pide que el reino del mal en este mundo termine, que el
pecado sea destruido para siempre, y que se establezca el reino de
la justicia. Entonces, así como en el cielo, se cumplirá en la tierra
“todo su bondadoso beneplácito”
“El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy”.
La primera mitad de la oración que Jesús nos enseñó tiene que
ver con el nombre, el reino y la voluntad de Dios: que sea honrado
su nombre, establecido su reino y hecha su voluntad. Y así, cuando
hayamos hecho del servicio de Dios nuestro primer interés, podre-
mos pedir que nuestras propias necesidades sean suplidas y tener la
confianza de que lo serán. Si hemos renunciado al yo y nos hemos
entregado a Cristo, somos miembros de la familia de Dios, y todo