“Hemos hallado al mesías”
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era un departamento anexo al templo de Jerusalén. En el tiempo de
la independencia de los judíos, el Sanedrín era la corte suprema de la
nación, y poseía autoridad secular tanto como eclesiástica. Aunque
en el tiempo de Cristo se hallaba subordinado a los gobernadores ro-
manos, ejercía todavía una influencia poderosa en los asuntos civiles
y religiosos.
Era difícil para el Sanedrín postergar la investigación de la obra
de Juan. Algunos recordaban la revelación dada a Zacarías en el
templo, y su profecía de que su hijo sería el heraldo del Mesías.
En los tumultos y cambios de treinta años, estas cosas habían sido
en gran parte olvidadas. Ahora la conmoción ocasionada por el
ministerio de Juan las traía a la memoria de la gente.
Hacía mucho que Israel no había tenido profeta; hacía mucho
que no se había realizado una reforma como la que se presenciaba.
El llamamiento a confesar los pecados parecía nuevo y sorprendente.
Muchos de entre los dirigentes no querían ir a oír las invitaciones y
denuncias de Juan, por temor a verse inducidos a revelar los secretos
de sus vidas; sin embargo, su predicación era un anunció directo
del Mesías. Era bien sabido que las setenta semanas de la profecía
de Daniel, que incluían el advenimiento del Mesías, estaban por
terminar; y todos anhelaban participar en esa era de gloria nacional
que se esperaba para entonces. Era tal el entusiasmo popular, que el
Sanedrín se vería pronto obligado a sancionar o a rechazar la obra de
Juan. El poder que dicha asamblea ejercía sobre el pueblo estaba ya
decayendo. Era para ella un asunto grave saber cómo mantener su
posición. Esperando llegar a alguna conclusión, enviaron al Jordán
una delegación de sacerdotes y levitas para que se entrevistaran con
el nuevo maestro.
Cuando los delegados llegaron, había una multitud congregada
que escuchaba sus palabras. Con aire de autoridad, destinado a
impresionar a la gente y a inspirar deferencia al profeta, llegaron
los altivos rabinos. Con un movimiento de respeto, casi de temor, la
muchedumbre les dió paso. Los notables, con lujosa vestimenta y
con el orgullo de su posición y poder, se llegaron ante el profeta del
desierto.
“¿Tú, quién eres?” preguntaron.
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“No soy yo el Cristo,” contestó Juan, sabiendo lo que ellos pen-
saban.