“Hemos hallado al mesías”
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También se creía que antes del advenimiento del Mesías, Elías
aparecería personalmente. Juan salió al cruce de esta expectación con
su negativa; pero sus palabras tenían un significado más profundo.
Jesús dijo después, refiriéndose a Juan: “Y si queréis recibirlo, éste
es Elías, el que había de venir.
Juan vino con el espíritu y poder
de Elías, para hacer una obra como la que había hecho Elías. Si los
judíos le hubiesen recibido, esta obra se habría realizado en su favor.
Pero no recibieron su mensaje. Para ellos no fué Elías. No pudo
cumplir en favor de ellos la misión que había venido a realizar.
Muchos de los que estaban reunidos al lado del Jordán habían
estado presentes en ocasión del bautismo de Jesús; pero la señal
dada entonces había sido manifiesta para unos pocos de entre ellos.
Durante los meses precedentes, durante el ministerio del Bautista,
muchos se habían negado a escuchar el llamamiento al arrepenti-
miento. Así habían endurecido su corazón y obscurecido su enten-
dimiento. Cuando el Cielo dió testimonio a Jesús en ocasión de su
bautismo, no lo percibieron. Los ojos que nunca se habían vuelto
con fe hacia el Invisible, no vieron la revelación de la gloria de Dios;
los oídos que nunca habían escuchado su voz, no oyeron las palabras
del testimonio. Así sucede ahora. Con frecuencia, la presencia de
Cristo y de los ángeles ministradores se manifiesta en las asambleas
del pueblo; y, sin embargo, muchos no lo saben. No disciernen na-
da insólito. Pero la presencia del Salvador se revela a algunos. La
paz y el gozo animan su corazón. Son consolados, estimulados y
bendecidos.
Los diputados de Jerusalén habían preguntado a Juan: “¿Por
qué, pues, bautizas?” y estaban aguardando su respuesta. Repenti-
namente, al pasear Juan la mirada sobre la muchedumbre, sus ojos
se iluminaron, su rostro se animó, todo su ser quedó conmovido
por una profunda emoción. Con la mano extendida, exclamó: “Yo
bautizo con agua; pero en medio de vosotros está uno, a quien no
conocéis, el mismo que viene después de mí, a quien no soy digno
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de desatar la correa de su zapato.
El mensaje que debía ser llevado al Sanedrín era claro e inequí-
voco. Las palabras de Juan no podían aplicarse a otro, sino al Mesías
prometido. Este se hallaba entre ellos. Con asombro, los sacerdo-
tes y gobernantes miraban en derredor suyo esperando descubrir a