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El Deseado de Todas las Gentes
cometían en el atrio del templo. Debieran haber dado a la gente un
ejemplo de integridad y compasión. En vez de buscar sus propias
ganancias, debieran haber considerado la situación y las necesidades
de los adoradores, y debieran haber estado dispuestos a ayudar a
aquellos que no podían comprar los sacrificios requeridos. Pero no
obraban así. La avaricia había endurecido sus corazones.
Acudían a esta fiesta los que sufrían, los que se hallaban en
necesidad y angustia. Estaban allí los ciegos, los cojos, los sordos.
Algunos eran traídos sobre camillas. Muchos de los que venían eran
demasiado pobres para comprarse la más humilde ofrenda para Jeho-
vá, o aun para comprarse alimentos con que satisfacer el hambre. A
todos ellos les causaban gran angustia las declaraciones de los sacer-
dotes. Estos se jactaban de su piedad; aseveraban ser los guardianes
del pueblo; pero carecían en absoluto de simpatía y compasión. En
vano los pobres, los enfermos, los moribundos, pedían su favor. Sus
sufrimientos no despertaban piedad en el corazón de los sacerdotes.
Al entrar Jesús en el templo, su mirada abarcó toda la escena.
Vió las transacciones injustas. Vió la angustia de los pobres, que
pensaban que sin derramamiento de sangre no podían ser perdonados
sus pecados. Vió el atrio exterior de su templo convertido en un lugar
de tráfico profano. El sagrado recinto se había transformado en una
vasta lonja.
Cristo vió que algo debía hacerse. Habían sido impuestas nume-
rosas ceremonias al pueblo, sin la debida instrucción acerca de su
significado. Los adoradores ofrecían sus sacrificios sin comprender
que prefiguraban al único sacrificio perfecto. Y entre ellos, sin que
se le reconociese ni honrase, estaba Aquel al cual simbolizaba todo
el ceremonial. El había dado instrucciones acerca de las ofrendas.
Comprendía su valor simbólico, y veía que ahora habían sido perver-
tidas y mal interpretadas. El culto espiritual estaba desapareciendo
rápidamente. Ningún vínculo unía a los sacerdotes y gobernantes
con su Dios. La obra de Cristo consistía en establecer un culto
completamente diferente.
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Con mirada escrutadora, Cristo abarcó la escena que se exten-
día delante de él mientras estaba de pie sobre las gradas del atrio
del templo. Con mirada profética vió lo futuro, abarcando no sólo
años, sino siglos y edades. Vió cómo los sacerdotes y gobernantes
privarían a los menesterosos de su derecho, y prohibirían que el