En su templo
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Evangelio se predicase a los pobres. Vió cómo el amor de Dios sería
ocultado de los pecadores, y los hombres traficarían con su gracia.
Y al contemplar la escena, la indignación, la autoridad y el poder
se expresaron en su semblante. La atención de la gente fué atraída
hacia él. Los ojos de los que se dedicaban a su tráfico profano se
clavaron en su rostro. No podían retraer la mirada. Sentían que este
hombre leía sus pensamientos más íntimos y descubría sus motivos
ocultos. Algunos intentaron esconder la cara, como si en ella estu-
viesen escritas sus malas acciones, para ser leídas por aquellos ojos
escrutadores.
La confusión se acalló. Cesó el ruido del tráfico y de los negocios.
El silencio se hizo penoso. Un sentimiento de pavor dominó a la
asamblea. Fué como si hubiese comparecido ante el tribunal de Dios
para responder de sus hechos. Mirando a Cristo, todos vieron la
divinidad que fulguraba a través del manto de la humanidad. La
Majestad del cielo estaba allí como el Juez que se presentará en
el día final, y aunque no la rodeaba esa gloria que la acompañará
entonces, tenía el mismo poder de leer el alma. Sus ojos recorrían
toda la multitud, posándose en cada uno de los presentes. Su persona
parecía elevarse sobre todos con imponente dignidad, y una luz
divina iluminaba su rostro. Habló, y su voz clara y penetrante—la
misma que sobre el monte Sinaí había proclamado la ley que los
sacerdotes y príncipes estaban transgrediendo,—se oyó repercutir
por las bóvedas del templo: “Quitad de aquí esto, y no hagáis la casa
de mi Padre casa de mercado.”
Descendiendo lentamente de las gradas y alzando el látigo de
cuerdas que había recogido al entrar en el recinto, ordenó a la hueste
de traficantes que se apartase de las dependencias del templo. Con
un celo y una severidad que nunca manifestó antes, derribó las mesas
de los cambiadores. Las monedas cayeron, y dejaron oír su sonido
metálico en el pavimento de mármol. Nadie pretendió poner en duda
su autoridad. Nadie se atrevió a detenerse para recoger las ganancias
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ilícitas. Jesús no los hirió con el látigo de cuerdas, pero en su mano
el sencillo látigo parecía ser una flamígera espada. Los oficiales
del templo, los sacerdotes especuladores, los cambiadores y los
negociantes en ganado, huyeron del lugar con sus ovejas y bueyes,
dominados por un solo pensamiento: el de escapar a la condenación
de su presencia.