En su templo
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como jabón de lavadores. Y sentarse ha para afinar y limpiar la plata:
porque limpiará los hijos de Leví, los afinará como a oro y como a
plata.
“¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de
Dios mora en vosotros? Si alguno violare el templo de Dios, Dios
destruirá al tal: porque el templo de Dios, el cual sois vosotros, santo
es.
Ningún hombre puede de por sí echar las malas huestes que se
han posesionado del corazón. Sólo Cristo puede purificar el templo
del alma. Pero no forzará la entrada. No viene a los corazones como
antaño a su templo, sino que dice: “He aquí, yo estoy a la puerta y
llamo: si alguno oyere mi voz y abriere la puerta, entraré a él.
El
vendrá, no solamente por un día; porque dice: “Habitaré y andaré en
ellos; ... y ellos serán mi pueblo.” “El sujetará nuestras iniquidades,
y echará en los profundos de la mar todos nuestros pecados.
Su
presencia limpiará y santificará el alma, de manera que pueda ser un
templo santo para el Señor, y una “morada de Dios, en virtud del
Espíritu.
Dominados por el terror, los sacerdotes y príncipes habían huído
del atrio del templo, y de la mirada escrutadora que leía sus cora-
zones. Mientras huían, se encontraron con otros que se dirigían al
templo y les aconsejaron que se volvieran, diciéndoles lo que habían
visto y oído. Cristo miró anhelante a los hombres que huían, com-
padeciéndose de su temor y de su ignorancia de lo que constituía el
verdadero culto. En esta escena veía simbolizada la dispersión de
toda la nación judía, por causa de su maldad e impenitencia.
¿Y por qué huyeron los sacerdotes del templo? ¿Por qué no
le hicieron frente? El que les ordenaba que se fuesen era hijo de
un carpintero, un pobre galileo, sin jerarquía ni poder terrenales.
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¿Por qué no le resistieron? ¿Por qué abandonaron la ganancia tan
mal adquirida y huyeron a la orden de una persona de tan humilde
apariencia externa?
Cristo hablaba con la autoridad de un rey, y en su aspecto y en
el tono de su voz había algo a lo cual no podían resistir. Al oír la
orden, se dieron cuenta, como nunca antes, de su verdadera situación
de hipócritas y ladrones. Cuando la divinidad fulguró a través de la
humanidad, no sólo vieron indignación en el semblante de Cristo;
se dieron cuenta del significado de sus palabras. Se sintieron como
delante del trono del Juez eterno, como oyendo su sentencia para
ese tiempo y la eternidad. Por el momento, quedaron convencidos