Página 136 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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El Deseado de Todas las Gentes
de que Cristo era profeta; y muchos creyeron que era el Mesías.
El Espíritu Santo les recordó vívidamente las declaraciones de los
profetas acerca del Cristo. ¿Cederían a esta convicción?
No quisieron arrepentirse. Sabían que se había despertado la
simpatía de Cristo hacia los pobres. Sabían que ellos habían sido
culpables de extorsión en su trato con la gente. Por cuanto Cristo
discernía sus pensamientos, le odiaban. Su reprensión en público
humillaba su orgullo y sentían celos de su creciente influencia con la
gente. Resolvieron desafiarle acerca del poder por el cual los había
echado, y acerca de quién le había dado esta autoridad.
Pensativos, pero con odio en el corazón, volvieron lentamente al
templo. Pero ¡qué cambio se había verificado durante su ausencia!
Cuando ellos huyeron, los pobres quedaron atrás; y éstos estaban
ahora mirando a Jesús, cuyo rostro expresaba su amor y simpatía.
Con lágrimas en los ojos, decía a los temblorosos que le rodeaban:
No temáis; yo os libraré, y vosotros me glorificaréis. Por esta causa
he venido al mundo.
La gente se agolpaba en la presencia de Cristo con súplicas
urgentes y lastimeras, diciendo: Maestro, bendíceme. Su oído atendía
cada clamor. Con una compasión que superaba a la de una madre, se
inclinaba sobre los pequeñuelos que sufrían. Todos recibían atención.
Cada uno quedaba sano de cualquier enfermedad que tuviera. Los
mudos abrían sus labios en alabanzas; los ciegos contemplaban el
rostro de su Sanador. El corazón de los dolientes era alegrado.
Mientras los sacerdotes y oficiales del templo presenciaban esta
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obra, ¡qué revelación fueron para ellos los sonidos que llegaban a sus
oídos! Los concurrentes relataban la historia del dolor que habían
sufrido, de sus esperanzas frustradas, de los días penosos y de las
noches de insomnio; y de cómo, cuando parecía haberse apagado
la última chispa de esperanza, Cristo los había sanado. La carga
era muy pesada, decía uno; pero he encontrado un Ayudador. Es
el Cristo de Dios, y dedicaré mi vida a su servicio. Había padres
que decían a sus hijos: El salvó vuestra vida; alzad vuestras voces
y alabadle. Las voces de niños y jóvenes, de padres y madres, de
amigos y espectadores, se unían en agradecimiento y alabanza. La
esperanza y la alegría llenaban los corazones. La paz embargaba los
ánimos. Estaban sanos de alma y cuerpo, y volvieron a sus casas
proclamando por doquiera el amor sin par de Jesús.