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El Deseado de Todas las Gentes
suyo recordarle sus necesidades. Jesús reconoció su amante interés,
y dijo: “Yo tengo una comida que comer, que vosotros no Sabéis.”
Los discípulos se preguntaron quién le habría traído comida; pero
él explicó: “Mi comida es que haga la voluntad del que me envió, y
que acabe su obra.” Jesús se regocijaba de que sus palabras habían
despertado la conciencia de la mujer. La había visto beber del agua
de la vida, y su propia hambre y sed habían quedado satisfechas. El
cumplimiento de la misión por la cual había dejado el cielo fortalecía
al Salvador para su labor, y lo elevaba por encima de las necesidades
de la humanidad. El ministrar a un alma que tenía hambre y sed
de verdad le era más grato que el comer o beber. Era para él un
consuelo, un refrigerio. La benevolencia era la vida de su alma.
Nuestro Redentor anhela que se le reconozca. Tiene hambre de
la simpatía y el amor de aquellos a quienes compró con su propia
sangre. Anhela con ternura inefable que vengan a él y tengan vida.
Así como una madre espera la sonrisa de reconocimiento de su
hijito, que le indica la aparición de la inteligencia, así Cristo espera
la expresión de amor agradecido que demuestra que la vida espiritual
se inició en el alma.
La mujer se había llenado de gozo al escuchar las palabras de
Cristo. La revelación admirable era casi abrumadora. Dejando su
cántaro, volvió a la ciudad para llevar el mensaje a otros. Jesús sabía
por qué se había ido. El hecho de haber dejado su cántaro habla-
ba inequívocamente del efecto de sus palabras. Su alma deseaba
vehementemente obtener el agua viva, y se olvidó de lo que la había
traído al pozo, se olvidó hasta de la sed del Salvador, que se proponía
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aplacar. Con corazón rebosante de alegría, se apresuró a impartir a
otros la preciosa luz que había recibido.
“Venid, ved un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho:
¿si quizás es éste el Cristo?”—dijo a los hombres de la ciudad. Sus
palabras conmovieron los corazones. Había en su rostro una nueva
expresión, un cambio en todo su aspecto. Se interesaron por ver a
Jesús. “Entonces salieron de la ciudad, y vinieron a él.”
Mientras Jesús estaba todavía sentado a orillas del pozo, miró
los campos de la mies que se extendían delante de él, y cuyo suave
verdor parecía dorado por la luz del sol. Señalando la escena a sus
discípulos, la usó como símbolo: “¿No decís vosotros: Aun hay
cuatro meses hasta que llegue la siega? He aquí os digo: Alzad