Junto al pozo de Jacob
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vuestros ojos, y mirad las regiones, porque ya están blancas para la
siega.” Y mientras hablaba, miraba a los grupos que se acercaban al
pozo. Faltaban cuatro meses para la siega, pero allí había una mies
ya lista para la cosecha.
“El que siega—dijo,—recibe salario, y allega fruto para vida
eterna; para que el que siembra también goce, y el que siega. Porque
en esto es el dicho verdadero: que uno es el que siembra, y otro es el
que siega.” En estas palabras, señala Cristo el servicio sagrado que
deben a Dios los que reciben el Evangelio. Deben ser sus agentes
vivos. El requiere su servicio individual. Y sea que sembremos o
seguemos, estamos trabajando para Dios. El uno esparce la simiente;
el otro junta la mies; pero tanto el sembrador como el segador reciben
galardón. Se regocijan juntos en la recompensa de su trabajo.
Jesús dijo a los discípulos: “Yo os he enviado a segar lo que
vosotros no labrasteis: otros labraron, y vosotros habéis entrado en
sus labores.” El Salvador estaba mirando hacia adelante, a la gran
recolección del día de Pentecostés. Los discípulos no habían de
considerarla como el resultado de sus propios esfuerzos. Estaban
entrando en las labores de otros hombres. Desde la caída de Adán,
Cristo había estado confiando la semilla de su palabra a sus sier-
vos escogidos, para que la sembrasen en corazones humanos. Y un
agente invisible, un poder omnipotente había obrado silenciosa pero
eficazmente, para producir la mies. El rocío, la lluvia y el sol de la
gracia de Dios habían sido dados para refrescar y nutrir la semilla de
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verdad. Cristo iba a regar la semilla con su propia sangre. Sus discí-
pulos tenían el privilegio de colaborar con Dios. Eran colaboradores
con Cristo y con los santos de la antigüedad. Por el derramamiento
del Espíritu Santo en Pentecostés, se iban a convertir millares en un
día. Tal era el resultado de la siembra de Cristo, la mies de su obra.
En las palabras dichas a la mujer al lado del pozo, una buena
simiente había sido sembrada, y cuán pronto se había obtenido la
mies. Los samaritanos vinieron y oyeron a Jesús y creyeron en él.
Rodeándole al lado del pozo, le acosaron a preguntas, y ávidamen-
te recibieron sus explicaciones de las muchas cosas que antes les
habían sido obscuras. Mientras escuchaban, su perplejidad empezó
a disiparse. Eran como gente que hallándose en grandes tinieblas,
siguen un repentino rayo de luz hasta encontrar el día. Pero no les
bastaba esta corta conferencia. Ansiaban oír más, y que sus amigos