Página 164 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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El Deseado de Todas las Gentes
también oyesen a este maravilloso Maestro. Le invitaron a su ciudad,
y le rogaron que quedase con ellos. Permaneció, pues, dos días en
Samaria, y muchos más creyeron en él.
Los fariseos despreciaban la sencillez de Jesús. Desconocían sus
milagros, y pedían una señal de que era el Hijo de Dios. Pero los
samaritanos no pidieron señal, y Jesús no hizo milagros entre ellos,
fuera del que consistió en revelar los secretos de su vida a la mujer
que estaba al lado del pozo. Sin embargo, muchos le recibieron.
En su nuevo gozo, decían a la mujer: “Ya no creemos por tu dicho;
porque nosotros mismos hemos oído, y sabemos que verdaderamente
éste es el Salvador del mundo, el Cristo.”
Los samaritanos creían que el Mesías había de venir como Re-
dentor, no sólo de los judíos, sino del mundo. El Espíritu Santo,
por medio de Moisés, lo había anunciado como profeta enviado de
Dios. Por medio de Jacob, se había declarado que todas las gentes
se congregarían alrededor suyo; y por medio de Abrahán, que to-
das las naciones de la tierra serían benditas en él. En estos pasajes
basaba su fe en el Mesías la gente de Samaria, El hecho de que los
judíos habían interpretado erróneamente a los profetas ulteriores,
atribuyendo al primer advenimiento la gloria de la segunda venida
de Cristo, había inducido a los samaritanos a descartar todos los
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escritos sagrados excepto aquellos que habían sido dados por medio
de Moisés. Pero como el Salvador desechaba estas falsas interpreta-
ciones, muchos aceptaron las profecías ulteriores y las palabras de
Cristo mismo acerca del reino de Dios.
Jesús había empezado a derribar el muro de separación existente
entre judíos y gentiles, y a predicar la salvación al mundo. Aunque
era judío, trataba libremente con los samaritanos, y anulaba así las
costumbres farisaicas de su nación. Frente a sus prejuicios, aceptaba
la hospitalidad de este pueblo despreciado. Dormía bajo sus techos,
comía en sus mesas—participando de los alimentos preparados y
servidos por sus manos,—enseñaba en sus calles, y lo trataba con la
mayor bondad y cortesía.
En el templo de Jerusalén, una muralla baja separaba el atrio
exterior de todas las demás porciones del edificio sagrado. En esta
pared, había inscripciones en diferentes idiomas que declaraban que
a nadie sino a los judíos se permitía pasar ese límite. Si un gentil
hubiese querido entrar en el recinto interior, habría profanado el