“Si no viereis señales y milagros”
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muera.” Su fe se aferró a Cristo como Jacob trabó del ángel cuando
luchaba con él y exclamó: “No te dejaré, si no me bendices.
Y como Jacob, prevaleció. El Salvador no puede apartarse del
alma que se aferra a él invocando su gran necesidad. “Ve—le dijo,—
tu hijo vive.” El noble salió de la presencia de Jesús con una paz
y un gozo que nunca había conocido antes. No sólo creía que su
hijo sanaría, sino que con firme confianza creía en Cristo como su
Redentor.
A la misma hora, los que velaban al lado del niño moribundo
en el hogar de Capernaúm presenciaron un cambio repentino y
misterioso. La sombra de la muerte se apartó del rostro del enfermo.
El enrojecimiento de la fiebre fué reemplazado por el suave tinte de
la salud que volvía. Los ojos empañados fueron reavivados por la
inteligencia y fué recobrando fuerza el cuerpo débil y enflaquecido.
No quedaron en el niño rastros de su enfermedad. Su carne ardiente
se tornó tierna y fresca, y cayó en profundo sueño. La fiebre le dejó
en el mismo calor del día. La familia se asombró, pero se regocijó
mucho.
La distancia que mediaba de Caná a Capernaúm habría permitido
al oficial volver a su casa esa misma noche, después de su entrevista
con Jesús. Pero él no se apresuró en su viaje de regreso. No llegó
a Capernaúm hasta la mañana siguiente. ¡Y qué regreso fué aquél!
Cuando salió para encontrar a Jesús, su corazón estaba apesadum-
brado. El sol le parecía cruel, y el canto de las aves, una burla. ¡Cuán
diferentes eran sus sentimientos ahora! Toda la naturaleza tenía otro
aspecto. Veía con nuevos ojos. Mientras viajaba en la quietud de la
madrugada, toda la naturaleza parecía alabar a Dios con él. Mientras
estaba aún lejos de su morada, sus siervos le salieron al encuentro,
ansiosos de aliviar la angustia que seguramente debía sentir. Mas
no manifestó sorpresa por la noticia que le traían, sino que, con un
interés cuya profundidad ellos no podían conocer, les preguntó a qué
hora había empezado a mejorar el niño. Ellos le contestaron: “Ayer a
las siete le dejó la fiebre.” En el instante en que la fe del padre había
aceptado el aserto: “Tu hijo vive,” el amor divino había tocado al
niño moribundo.
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El padre corrió a saludar a su hijo. Le estrechó sobre su corazón
como si le hubiese recuperado de la muerte, y agradeció repetidas
veces a Dios por su curación maravillosa.