Página 172 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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El Deseado de Todas las Gentes
visto agitarse el agua, pero nunca había podido llegar más cerca
que la orilla del estanque. Otros más fuertes que él se sumergían
antes. No podía contender con éxito con la muchedumbre egoísta
y arrolladora. Sus esfuerzos perseverantes hacia su único objeto, y
su ansiedad y continua desilusión, estaban agotando rápidamente el
resto de su fuerza.
El enfermo estaba acostado en su estera, y levantaba ocasional-
mente la cabeza para mirar al estanque, cuando un rostro tierno y
compasivo se inclinó sobre él, y atrajeron su atención las palabras:
“¿Quieres ser sano?” La esperanza renació en su corazón. Sintió que
de algún modo iba a recibir ayuda. Pero el calor del estímulo no
tardó en desvanecerse. Se acordó de cuántas veces había tratado de
alcanzar el estanque y ahora tenía pocas perspectivas de vivir hasta
que fuese nuevamente agitado. Volvió la cabeza, cansado, diciendo:
“Señor, ... no tengo hombre que me meta en el estanque cuando el
agua fuere revuelta; porque entre tanto que yo vengo, otro antes de
mí ha descendido.”
Jesús no pide a este enfermo que ejerza fe en él. Dice simple-
mente: “Levántate, toma tu lecho, y anda.” Pero la fe del hombre
se aferra a esa palabra. En cada nervio y músculo pulsa una nueva
vida, y se transmite a sus miembros inválidos una actividad sana. Sin
la menor duda, dedica su voluntad a obedecer a la orden de Cristo,
y todos sus músculos le responden. De un salto se pone de pie, y
encuentra que es un hombre activo.
Jesús no le había dado seguridad alguna de ayuda divina. El
hombre podría haberse detenido a dudar, y haber perdido su única
oportunidad de sanar. Pero creyó la palabra de Cristo, y al obrar de
acuerdo con ella recibió fuerza.
Por la misma fe podemos recibir curación espiritual. El pecado
nos separó de la vida de Dios. Nuestra alma está paralizada. Por
nosotros mismos somos tan incapaces de vivir una vida santa como
aquel lisiado lo era de caminar. Son muchos los que comprenden su
impotencia y anhelan esa vida espiritual que los pondría en armonía
con Dios; luchan en vano para obtenerla. En su desesperación cla-
man: “¡Miserable hombre de mí! ¿quién me librará del cuerpo de
esta muerte?
Alcen la mirada estas almas que luchan presa de la
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desesperación. El Salvador se inclina hacia el alma adquirida por su
sangre, diciendo con inefable ternura y compasión: “¿Quieres ser