Página 177 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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Betesda y el Sanedrín
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la vida, cuidar a los enfermos, proveer a los menesterosos. No será
tenido por inocente quien descuide el alivio del sufrimiento ese día.
El santo día de reposo de Dios fué hecho para el hombre, y las obras
de misericordia están en perfecta armonía con su propósito. Dios
no desea que sus criaturas sufran una hora de dolor que pueda ser
aliviada en sábado o cualquier otro día.
Lo que se demanda a Dios en sábado es aun más que en los otros
días. Sus hijos dejan entonces su ocupación corriente, y dedican su
tiempo a la meditación y el culto. Le piden más favores el sábado
que los demás días. Requieren su atención especial. Anhelan sus
bendiciones más selectas. Dios no espera que haya transcurrido
el sábado para otorgar lo que le han pedido. La obra del cielo no
cesa nunca, y los hombres no debieran nunca descansar de hacer
bien. El sábado no está destinado a ser un período de inactividad
inútil. La ley prohibe el trabajo secular en el día de reposo del Señor;
debe cesar el trabajo con el cual nos ganamos la vida; ninguna labor
que tenga por fin el placer mundanal o el provecho es lícita en ese
día; pero como Dios abandonó su trabajo de creación y descansó
el sábado y lo bendijo, el hombre ha de dejar las ocupaciones de
su vida diaria, y consagrar esas horas sagradas al descanso sano, al
culto y a las obras santas. La obra que hacía Cristo al sanar a los
enfermos estaba en perfecta armonía con la ley. Honraba el sábado.
Jesús aseveró tener derechos iguales a los de Dios mientras hacía
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una obra igualmente sagrada, del mismo carácter que aquella en la
cual se ocupaba el Padre en el cielo. Pero esto airó aun más a los
fariseos. No sólo había violado la ley, a juicio de ellos, sino que al
llamar a Dios “mi Padre,” se había declarado igual a Dios.
Toda la nación judía llamaba a Dios su Padre, y por lo tanto no se
habrían enfurecido si Cristo hubiese dicho tener esa misma relación
con Dios. Pero le acusaron de blasfemia, con lo cual demostraron
entender que él hacía este aserto en su sentido más elevado.
Estos adversarios de Cristo no tenían argumento con que hacer
frente a las verdades que presentaba a su conciencia. Lo único que
podían citar eran sus costumbres y tradiciones, y éstas parecían
débiles cuando se comparaban con los argumentos que Jesús había
sacado de la Palabra de Dios y del incesante ciclo de la naturaleza.
Si los rabinos hubieran sentido algún deseo de recibir la luz, se
habrían convencido de que Jesús decía la verdad. Pero evadieron