Betesda y el Sanedrín
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“El que oye mi palabra, y cree al que me ha enviado, tiene vida
eterna; y no vendrá a condenación, mas pasó de muerte a vida.”
Invitando a sus oyentes a no asombrarse, Cristo reveló ante ellos,
en una visión aun mayor, el misterio de lo futuro. “Vendrá hora—
dijo,—cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz; y
los que hicieron bien, saldrán a resurrección de vida; mas los que
hicieron mal, a resurrección de condenación.”
Esta seguridad de la vida futura era lo que durante tanto tiempo
Israel había esperado recibir cuando viniera el Mesías. Resplandecía
sobre ellos la única luz que puede iluminar la lobreguez de la tumba.
Pero la obstinación es ciega. Jesús había violado las tradiciones de
los rabinos y despreciado su autoridad, y ellos no querían creer.
El tiempo, el lugar, la ocasión, la intensidad de los sentimientos
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que dominaban a la asamblea, todo se combinaba para hacer más
impresionantes las palabras de Jesús ante el Sanedrín. Las más altas
autoridades religiosas de la nación procuraban matar a Aquel que
se declaraba restaurador de Israel. El Señor del sábado había sido
emplazado ante un tribunal terrenal para responder a la acusación
de violar la ley del sábado. Cuando declaró tan intrépidamente su
misión, sus jueces le miraron con asombro e ira; pero sus palabras
eran incontestables. No podían condenarle. Negó a los sacerdotes y
rabinos el derecho a interrogarle, o a interrumpir su obra. No habían
sido investidos con esa autoridad. Sus pretensiones se basaban en su
propio orgullo y arrogancia. No quiso reconocerse culpable de sus
acusaciones, ni ser catequizado por ellos.
En vez de disculparse por el hecho del cual se quejaban, o ex-
plicar el propósito que tuviera al realizarlo, Jesús se encaró con los
gobernantes, y el acusado se trocó en acusador. Los reprendió por la
dureza de su corazón y su ignorancia de las Escrituras. Declaró que
habían rechazado la palabra de Dios, puesto que habían rechazado a
Aquel a quien Dios había enviado. “Escudriñáis las Escrituras, pues
pensáis que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan
testimonio de mí
En toda página, sea de historia, preceptos o profecía, las Escritu-
ras del Antiguo Testamento irradian la gloria del Hijo de Dios. Por
cuanto era de institución divina, todo el sistema del judaísmo era
una profecía compacta del Evangelio. Acerca de Cristo “dan testi-
monio todos los profetas.
Desde la promesa hecha a Adán, por el