Página 212 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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El Deseado de Todas las Gentes
que empezó a romperse. Se vieron obligados a llamar a Santiago
y Juan en su ayuda. Cuando hubieron asegurado la pesca, ambos
barcos estaban tan cargados que corrían peligro de hundirse.
Pero Pedro ya no pensaba en los barcos ni en su carga. Este
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milagro, más que cualquier otro que hubiese presenciado, era para
él una manifestación del poder divino. En Jesús vió a Aquel que
tenía sujeta toda la naturaleza bajo su dominio. La presencia de la
divinidad revelaba su propia falta de santidad. Le vencieron el amor
a su Maestro, la vergüenza por su propia incredulidad, la gratitud
por la condescendencia de Cristo, y sobre todo el sentimiento de
su impureza frente a la pureza infinita. Mientras sus compañeros
estaban guardando el contenido de la red, Pedro cayó a los pies del
Salvador, exclamando: “Apártate de mí, Señor, porque soy hombre
pecador.”
Era la misma presencia de la santidad divina la que había hecho
caer al profeta Daniel como muerto delante del ángel de Dios. El
dijo: “Mi fuerza se me trocó en desmayo, sin retener vigor alguno.”
Así también cuando Isaías contempló la gloria del Señor, exclamó:
“¡Ay de mí! que soy muerto; que siendo hombre inmundo de labios,
y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han
visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos.
La humanidad, con
su debilidad y pecado, se hallaba en contraste con la perfección
de la divinidad, y él se sentía completamente deficiente y falto de
santidad. Así les ha sucedido a todos aquellos a quienes fué otorgada
una visión de la grandeza y majestad de Dios.
Pedro exclamó: “Apártate de mí, Señor, porque soy hombre
pecador.” Sin embargo, se aferraba a los pies de Jesús, sintiendo que
no podía separarse de él. El Salvador contestó: “No temas: desde
ahora pescarás hombres.” Fué después que Isaías hubo contemplado
la santidad de Dios y su propia indignidad, cuando le fué confiado
el mensaje divino. Después que Pedro fuera inducido a negarse a
sí mismo y a confiar en el poder divino fué cuando se le llamó a
trabajar para Cristo.
Hasta entonces, ninguno de los discípulos se había unido com-
pletamente a Jesús como colaborador suyo. Habían presenciado
muchos de sus milagros, y habían escuchado su enseñanza; pero
no habían abandonado totalmente su empleo anterior. El encarcela-
miento de Juan el Bautista había sido para todos ellos una amarga