Capítulo 2—El pueblo elegido
Durante más de mil años, los judíos habían esperado la venida del
Salvador. En este acontecimiento habían cifrado sus más gloriosas
esperanzas. En cantos y profecías, en los ritos del templo y en las
oraciones familiares, habían engastado su nombre. Y sin embargo,
cuando vino, no le conocieron. El Amado del cielo fué para ellos
como “raíz de tierra seca,” sin “parecer en él ni hermosura;” y no
vieron en él belleza que lo hiciera deseable a sus ojos. “A lo suyo
vino, y los suyos no le recibieron.
Sin embargo, Dios había elegido a Israel. Lo había llamado para
conservar entre los hombres el conocimiento de su ley, así como los
símbolos y las profecías que señalaban al Salvador. Deseaba que
fuese como fuente de salvación para el mundo. Como Abrahán en
la tierra donde peregrinó, José en Egipto y Daniel en la corte de
Babilonia, había de ser el pueblo hebreo entre las naciones. Debía
revelar a Dios ante los hombres.
En el llamamiento dirigido a Abrahán, el Señor había dicho:
“Bendecirte he, ... y serás bendición, ... y serán benditas en ti todas
las familias de la tierra.
La misma enseñanza fué repetida por los
profetas. Aun después que Israel había sido asolado por la guerra
y el cautiverio, recibió esta promesa: “Y será el residuo de Jacob
en medio de muchos pueblos, como el rocío de Jehová, como las
lluvias sobre la hierba, las cuales no esperan varón, ni aguardan a
hijos de hombres.
Acerca del templo de Jerusalén, el Señor declaró
por medio de Isaías: “Mi casa, casa de oración será llamada de todos
los pueblos.
Pero los israelitas cifraron sus esperanzas en la grandeza mun-
danal. Desde el tiempo en que entraron en la tierra de Canaán, se
apartaron de los mandamientos de Dios y siguieron los caminos
de los paganos. En vano Dios les mandaba advertencias por sus
profetas. En vano sufrieron el castigo de la opresión pagana. A cada
reforma seguía una apostasía mayor.
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