Página 230 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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El Deseado de Todas las Gentes
proclamando el poder del gran Médico. No comprendía que cada
manifestación tal hacía a los sacerdotes y ancianos más resueltos a
destruir a Jesús. El hombre sanado consideraba muy precioso el don
de la salud. Se regocijaba en el vigor de su virilidad, y en que había
sido devuelto a su familia y a la sociedad, y le parecía imposible de-
jar de dar gloria al Médico que le había curado. Pero su divulgación
del asunto estorbó la obra del Salvador. Hizo que la gente acudiese a
él en tan densas muchedumbres, que por un tiempo se vió obligado
a suspender sus labores.
Cada acto del ministerio de Cristo tenía un propósito de largo
alcance. Abarcaba más de lo que el acto mismo revelaba. Así fué
en el caso del leproso. Mientras Jesús ministraba a todos los que
venían a él, anhelaba bendecir a los que no venían. Mientras atraía a
los publicanos, los paganos y los samaritanos, anhelaba alcanzar a
los sacerdotes y maestros que estaban trabados por el prejuicio y la
tradición. No dejó sin probar medio alguno por el cual pudiesen ser
alcanzados. Al enviar a los sacerdotes el leproso que había sanado,
daba a los primeros un testimonio que estaba destinado a desarmar
sus prejuicios.
Los fariseos habían aseverado que la enseñanza de Cristo se
oponía a la ley que Dios había dado por medio de Moisés; pero la
orden que dió al leproso limpiado, de presentar una ofrenda según
la ley, probaba que esa acusación era falsa. Era suficiente testimonio
para todos los que estuviesen dispuestos a ser convencidos.
Los dirigentes de Jerusalén habían enviado espías en busca de
algún pretexto para dar muerte a Cristo. El respondió dándoles una
muestra de su amor por la humanidad, su respeto por la ley y su poder
de librar del pecado y de la muerte. Así testificó acerca de ellos:
“Pusieron contra mí mal por bien, y odio por amor.
El que desde
el monte dió el precepto: “Amad a vuestros enemigos,” ejemplificó
él mismo este principio, “no volviendo mal por mal, ni maldición
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por maldición, sino antes por el contrario, bendiciendo.
Los mismos sacerdotes que habían condenado al leproso al des-
tierro, certificaron su curación. Esta sentencia, promulgada y regis-
trada públicamente, era un testimonio permanente en favor de Cristo.
Y como el hombre sanado quedaba reintegrado a la congregación de
Israel, bajo la garantía de los mismos sacerdotes, de que no había
en él rastro de la enfermedad, venía a ser un testigo vivo a favor de