Página 233 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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“Puedes limpiarme”
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Jesús estaba enseñando en la casa de Pedro. Según su costumbre,
los discípulos estaban sentados alrededor de él, y “los Fariseos y
doctores de la ley estaban sentados, los cuales habían venido de
todas las aldeas de Galilea, y de Judea y Jerusalem.” Habían venido
como espías, buscando un motivo para acusar a Jesús. Fuera del
círculo de estos oficiales, se hallaba la turbamulta, compuesta de
los ansiosos, los reverentes, los curiosos y los incrédulos. Estaban
representadas diversas nacionalidades, y toda la escala social. “Y
la virtud del Señor estaba allí para sanarlos.” El Espíritu de vida se
cernía sobre la asamblea, pero los fariseos y doctores no discernían
su presencia. No sentían necesidad alguna, y la curación no era para
ellos. “A los hambrientos hinchió de bienes; y a los ricos envió
vacíos.
Repetidas veces, los que transportaban al paralítico trataron de
abrirse paso a través de la muchedumbre, pero en vano. El enfer-
mo miraba en derredor suyo, con angustia indecible. ¿Cómo podía
abandonar su esperanza cuando la ayuda que había anhelado du-
rante tanto tiempo estaba tan cerca? Por su indicación, sus amigos
le llevaron al techo de la casa, y abriendo un boquete en dicho te-
cho, le bajaron a los pies de Jesús. El discurso quedó interrumpido.
El Salvador miró el rostro entristecido, y vió los ojos suplicantes
que se clavaban en él. Comprendía el caso; había atraído a sí este
espíritu perplejo y combatido por la duda. Mientras el paralítico es-
taba todavía en su casa, el Salvador había convencido su conciencia.
Cuando se arrepintió de sus pecados, y creyó en el poder de Jesús pa-
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ra sanarle, la misericordia vivificadora del Salvador había bendecido
primero su corazón anhelante. Jesús había visto el primer destello
de la fe convertirse en la creencia de que él era el único auxiliador
del pecador, y la había visto fortalecerse con cada esfuerzo hecho
para llegar a su presencia.
Ahora, con palabras que cayeron como música en los oídos
del enfermo, el Salvador dijo: “Confía, hijo; tus pecados te son
perdonados.”
La carga de desesperación se desvaneció del alma del enfermo;
la paz del perdón penetró en su espíritu y resplandeció en su rostro.
Su dolor físico desapareció y todo su ser quedó transformado. El
paralítico impotente estaba sano, el culpable pecador, perdonado.