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El Deseado de Todas las Gentes
las verdades que iban a tener que anunciar a todos los países y a
todas las edades.
Presintiendo que podían esperar algo más que lo acostumbrado,
rodearon ahora estrechamente a su Maestro. Creían que el reino
iba a ser establecido pronto, y de los sucesos de aquella mañana
sacaban la segura conclusión de que Jesús iba a hacer algún anunció
concerniente a dicho reino. Un sentimiento de expectativa domina-
ba también a la multitud, y los rostros tensos daban evidencia del
profundo interés sentido. Al sentarse la gente en la verde ladera de
la montaña, aguardando las palabras del Maestro divino, tenían to-
dos el corazón embargado por pensamientos de gloria futura. Había
escribas y fariseos que esperaban el día en que dominarían a los
odiados romanos y poseerían las riquezas y el esplendor del gran
imperio mundial. Los pobres campesinos y pescadores esperaban oír
la seguridad de que pronto trocarían sus míseros tugurios, su escasa
pitanza, la vida de trabajos y el temor de la escasez, por mansiones
de abundancia y comodidad. En lugar del burdo vestido que los
cubría de día y era también su cobertor por la noche, esperaban que
Cristo les daría los ricos y costosos mantos de sus conquistadores.
Todos los corazones palpitaban con la orgullosa esperanza de que
Israel sería pronto honrado ante las naciones como el pueblo elegido
del Señor, y Jerusalén exaltada como cabeza de un reino universal.
Cristo frustró esas esperanzas de grandeza mundanal. En el
sermón del monte, trató de deshacer la obra que había sido hecha por
una falsa educación, y de dar a sus oyentes un concepto correcto de
su reino y de su propio carácter. Sin embargo, no atacó directamente
los errores de la gente. Vió la miseria del mundo por causa del
pecado, aunque no delineó demasiado vívidamente la miseria de
ellos. Les enseñó algo infinitamente mejor de lo que habían conocido
antes. Sin combatir sus ideas acerca del reino de Dios, les habló
de las condiciones de entrada en él, dejándoles sacar sus propias
conclusiones en cuanto a su naturaleza. Las verdades que enseñó
no son menos importantes para nosotros que para la multitud que
le seguía. No necesitamos menos que dicha multitud conocer los
principios fundamentales del reino de Dios.
Las primeras palabras que dirigió Cristo al pueblo en el monte,
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fueron palabras de bienaventuranza. Bienaventurados son, dijo, los
que reconocen su pobreza espiritual, y sienten su necesidad de reden-