Página 270 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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El Deseado de Todas las Gentes
debe ser rehuída por aquel que quiera tener un claro discernimiento
de la verdad espiritual.
Pero las palabras de Cristo abarcan más que el evitar la impureza
sensual, más que el evitar la contaminación ceremonial que los judíos
rehuían tan rigurosamente. El egoísmo nos impide contemplar a
Dios. El espíritu que trata de complacerse a sí mismo juzga a Dios
como enteramente igual a sí. A menos que hayamos renunciado a
esto, no podemos comprender a Aquel que es amor. Únicamente el
corazón abnegado, el espíritu humilde y confiado, verá a Dios como
“misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en benignidad
y verdad.
“Bienaventurados los pacificadores.” La paz de Cristo nace de la
verdad. Está en armonía con Dios. El mundo está en enemistad con
la ley de Dios; los pecadores están en enemistad con su Hacedor; y
como resultado, están en enemistad unos con otros. Pero el salmista
declara: “Mucha paz tienen los que aman tu ley; y no hay para
ellos tropiezo.
Los hombres no pueden fabricar la paz. Los planes
humanos, para la purificación y elevación de los individuos o de
la sociedad, no lograrán la paz, porque no alcanzan al corazón. El
único poder que puede crear o perpetuar la paz verdadera es la gracia
de Cristo. Cuando ésta esté implantada en el corazón, desalojará
las malas pasiones que causan luchas y disensiones. “En lugar de
la zarza crecerá haya, y en lugar de la ortiga crecerá arrayán;” y el
desierto de la vida “se gozará, y florecerá como la rosa.
Las multitudes se asombraban de estas enseñanzas, que eran tan
diferentes de los preceptos y ejemplos de los fariseos. El pueblo
había llegado a pensar que la felicidad consistía en la posesión
de las cosas de este mundo, y que la fama y los honores de los
hombres eran muy codiciables. Era muy agradable ser llamado
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“Rabbí,” ser alabado como sabio y religioso, y hacer ostentación
de sus virtudes delante del público. Esto era considerado como el
colmo de la felicidad. Pero en presencia de esta vasta muchedumbre,
Jesús declaró que las ganancias y los honores terrenales eran toda
la recompensa que tales personas recibirían jamás. El hablaba con
certidumbre, y un poder convincente acompañaba sus palabras. El
pueblo callaba, y se apoderaba de él un sentimiento de temor. Se
miraban unos a otros con duda. ¿Quién de entre ellos se salvaría
si eran ciertas las enseñanzas de este hombre? Muchos estaban