El sermón del monte
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armonía. Antes que hayan hecho esto, no puede aceptar sus servicios.
El deber del cristiano en este asunto está claramente señalado.
Dios derrama sus bendiciones sobre todos. El “hace que su sol
salga sobre malos y buenos, y llueve sobre justos e injustos.” “El es
benigno para con los ingratos y malos.
Nos invita a ser como él.
“Bendecid a los que os maldicen”—dijo Jesús,—“haced bien a los
que os aborrecen, ... para que seáis hijos de vuestro Padre que está en
los cielos.” Tales son los principios de la ley, y son los manantiales
de la vida.
El ideal de Dios para sus hijos es más elevado de lo que puede
alcanzar el más sublime pensamiento humano. “Sed, pues, vosotros
perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto.”
Esta orden es una promesa. El plan de redención contempla nuestro
completo rescate del poder de Satanás. Cristo separa siempre del
pecado al alma contrita. Vino para destruir las obras del diablo, y
ha hecho provisión para que el Espíritu Santo sea impartido a toda
alma arrepentida, para guardarla de pecar.
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La intervención del tentador no ha de ser tenida por excusa para
cometer una mala acción. Satanás se alegra cuando oye a los que
profesan seguir a Cristo buscando excusas por su deformidad de
carácter. Son estas excusas las que inducen a pecar. No hay disculpa
para el pecado. Un temperamento santo, una vida semejante a la de
Cristo, es accesible para todo hijo de Dios arrepentido y creyente.
El ideal del carácter cristiano es la semejanza con Cristo. Como
el Hijo del hombre fué perfecto en su vida, los que le siguen han de
ser perfectos en la suya. Jesús fué hecho en todo semejante a sus
hermanos. Se hizo carne, como somos carne. Tuvo hambre y sed, y
sintió cansancio. Fué sostenido por el alimento y refrigerado por el
sueño. Participó de la suerte del hombre, aunque era el inmaculado
Hijo de Dios. Era Dios en la carne. Su carácter ha de ser el nuestro.
El Señor dice de aquellos que creen en él: “Habitaré y andaré en
ellos; y seré el Dios de ellos, y ellos serán mi pueblo.
Cristo es la escalera que Jacob vió, cuya base descansaba en
la tierra y cuya cima llegaba a la puerta del cielo, hasta el mismo
umbral de la gloria. Si esa escalera no hubiese llegado a la tierra,
y le hubiese faltado un solo peldaño, habríamos estado perdidos.
Pero Cristo nos alcanza donde estamos. Tomó nuestra naturaleza y
venció, a fin de que nosotros, tomando su naturaleza, pudiésemos